Archivo de la categoría: Diario de Viaje

Gilipolleces

Mi vuelo con destino a Chicago llevaba un retraso de seis horas y una vez en mi asiento la azafata anunció una hora adicional de espera. Me dio tiempo a leerme la revista de la línea aérea, el folleto de seguridad del aparato, un formulario con una oferta de una tarjeta de crédito -¿quién no necesita endeudarse un poco más?- y hasta el catálogo de productos duty-free, con su fascinante colección de naderías. Al llegar a la sección de relojes, uno me llamó la atención: “El Reloj de la Felicidad”, se anunciaba. Utilizando estadísticas y algoritmos varios, cruzando los datos con mi historial médico, prometía calcular cuántos años, meses, días, horas e incluso segundos me quedaban de vida, iniciando la cuenta atrás.

Tic-toc, tic-toc, tic-toc…

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La frontera

El primatólogo Toshisada Nishida estudió durante años una comunidad de primates de Tanzania y fue testigo de cómo un grupo eliminó a otro a través de un sistemático proceso de invasiones, ataques y emboscadas que se alargó varios años en el tiempo. El premio final por la exterminación del otro grupo, hembras aparte, fue la conquista del territorio. Incluso los negacionistas de la teoría de la evolución verán similitudes con los conflictos de los hombres y su obsesión por las fronteras. Esas líneas con las que tratamos de marcar lo que consideramos nuestro —y agruparnos con quienes consideramos de los nuestros—, siguen siendo las principales causantes de las guerras. Empleamos grandes recursos en defenderlas y ampliarlas. Rara vez aceptamos su demarcación. Miramos con nostalgia a épocas en las que nos eran más favorables y desempolvamos viejos tratados para pedir que sean alteradas a nuestro favor. Y creamos nuevas. Geográficas. Ideológicas. Religiosas. O étnicas. Sigue leyendo

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El aeropuerto

Antes de que los aeropuertos fueran transformados en centros comerciales de los que salen aviones, partir tenía su romanticismo. Incluso si mirabas atrás y no había nadie secándose las lágrimas con un pañuelo. Sigue leyendo

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El visado

Menos favores sexuales, creo haber hecho de todo por un visado. He entrado en Corea del Norte haciéndome pasar por empresario de lencería y bañadores femeninos, he corrompido con buen vino a funcionarios de repúblicas islámicas y más recientemente he cubierto la rebelión de los monjes tibetanos en China con un permiso de negocios. “No hace falta que le digamos de qué queremos hablar”, dijo la funcionaria china que me convocó en la embajada a mi regreso. “Desde ahora, tiene prohibida la entrada en China”.

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Solos

Espero a embarcar en el aeropuerto de Yakarta y al mirar a mí alrededor no veo ningún rostro. Todas las cabezas que me rodeaban están inclinadas. Hacia un teléfono. Un IPad. Una consola. Nadie mira a nadie. Nadie presta atención a la inclinación de los demás. Debo haberme despertado con el día romántico porque lo primero que se me ocurre es que aquí nadie se va a liar con nadie, no digo ya arriesgarse a perder el vuelo por hacer una escapada rápida al motel del aeropuerto. Nadie va a hablar con nadie. Conocer a alguien. Saber de dónde viene y adónde va el que se sienta a su lado. Y uno, que siempre ha considerado unos pelmazos a los extraños que entablan conversaciones en aeropuertos y aviones, de repente siente nostalgia de los tiempos en los que esa posibilidad existía. Sigue leyendo

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Las memorias tristes

La primera vez que viajé a Birmania cogí un taxi en el aeropuerto de Rangún y camino del hotel el conductor me contó que era ingeniero. Al día siguiente, en la pagoda de Shwedagon, otro taxista me dijo que le quedaba un año para terminar medicina. Subí a taxis conducidos por arquitectos, biólogos y profesores universitarios. Es posible que no hubiera entonces (1999) un país con taxistas mejor preparados, para cualquier cosa menos conducir taxis. Los militares habían cerrado las universidades durante años al pensar, acertadamente, que los jóvenes son unos inconformistas empeñados en cambiar cosas que los mayores han terminado por aceptar. Toda una generación se quedó sin completar su formación o lo hizo a medias. Quienes lo lograron no tuvieron más remedio que subirse al taxi. Los demás puestos, fuera y dentro del gobierno, habían sido copados por los militares, sus familiares y sus amigos.

El resultado es una de las grandes injusticias de nuestro tiempo: la sociedad mejor preparada y educada del sureste asiático hasta los años 60, convertida en un estado paria con niveles de desarrollo del África subsahariana. Los sistemas educativo y sanitario yacen en ruinas. Coches, edificios e infraestructuras presentan el aspecto de la Birmania colonial que vivió George Orwell. Sus habitantes han vivido bajo un régimen paranoico que no desmerece al descrito por el autor en su libro 1984. El país ha permanecido dormido, cinco largas décadas. Y, a pesar de ello, o quizá precisamente por ello, la tierra que los generales renombraron como Myanmar en 1989 sigue siendo uno de los lugares más bellos del mundo. Cuando el gobierno me concede un visado, algo que ocurre cada vez con menos frecuencia, regreso sabiendo de mi incapacidad de disfrutar de esa belleza. La empañan los recuerdos, las memorias tristes. Sigue leyendo

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