La primera vez que viajé a Birmania cogí un taxi en el aeropuerto de Rangún y camino del hotel el conductor me contó que era ingeniero. Al día siguiente, en la pagoda de Shwedagon, otro taxista me dijo que le quedaba un año para terminar medicina. Subí a taxis conducidos por arquitectos, biólogos y profesores universitarios. Es posible que no hubiera entonces (1999) un país con taxistas mejor preparados, para cualquier cosa menos conducir taxis. Los militares habían cerrado las universidades durante años al pensar, acertadamente, que los jóvenes son unos inconformistas empeñados en cambiar cosas que los mayores han terminado por aceptar. Toda una generación se quedó sin completar su formación o lo hizo a medias. Quienes lo lograron no tuvieron más remedio que subirse al taxi. Los demás puestos, fuera y dentro del gobierno, habían sido copados por los militares, sus familiares y sus amigos.
El resultado es una de las grandes injusticias de nuestro tiempo: la sociedad mejor preparada y educada del sureste asiático hasta los años 60, convertida en un estado paria con niveles de desarrollo del África subsahariana. Los sistemas educativo y sanitario yacen en ruinas. Coches, edificios e infraestructuras presentan el aspecto de la Birmania colonial que vivió George Orwell. Sus habitantes han vivido bajo un régimen paranoico que no desmerece al descrito por el autor en su libro 1984. El país ha permanecido dormido, cinco largas décadas. Y, a pesar de ello, o quizá precisamente por ello, la tierra que los generales renombraron como Myanmar en 1989 sigue siendo uno de los lugares más bellos del mundo. Cuando el gobierno me concede un visado, algo que ocurre cada vez con menos frecuencia, regreso sabiendo de mi incapacidad de disfrutar de esa belleza. La empañan los recuerdos, las memorias tristes. Sigue leyendo →