Menos favores sexuales, creo haber hecho de todo por un visado. He entrado en Corea del Norte haciéndome pasar por empresario de lencería y bañadores femeninos, he corrompido con buen vino a funcionarios de repúblicas islámicas y más recientemente he cubierto la rebelión de los monjes tibetanos en China con un permiso de negocios. “No hace falta que le digamos de qué queremos hablar”, dijo la funcionaria china que me convocó en la embajada a mi regreso. “Desde ahora, tiene prohibida la entrada en China”.

Me presenté a la cita con buen talante y la intención de confesar temprano, para evitar un tortuoso interrogatorio. ¿Es usted empresario? Hmm, no. ¿Turista? No. ¿Ha entrado usted en China con un visado de negocios para ejercer el periodismo? Tenían pruebas: una recopilación de mis artículos críticos con el Gobierno, fotocopias de mis pasaportes y formularios en los que yo -o alguien con una letra muy parecida a la mía- aseguraba ser director de marketing de una empresa inexistente. Se me comunicó que había roto las leyes chinas, que volver a hacerlo tendría “graves consecuencias” y que si quería informar desde China debía pedir un visado de periodista.

-¿Me lo habrían dado?

-No.

-¿Entonces?

-Aún así no puede entrar sin uno.

A lo largo de los años he ido acumulando un odio visceral hacia el visado. He soñado con él y he detestado su esclavitud, porque nada hay que pueda impedir tu trabajo de forma más arbitraria. Ya puedes tener la historia de tu vida al otro lado de la frontera, si el gobierno de turno no quiere dejarte entrar tendrás que cubrirla por televisión. Y sí, confieso que ante el rechazo he buscado alternativas. Que entre las normas de un régimen autoritario y el derecho de sus ciudadanos a contar su historia siempre me he decantado por lo segundo. Que entre dejar de contar una guerra y mentir en un formulario a quienes la hacen también he preferido lo segundo. Y que no he tenido problemas en hacerme pasar por empresario, vendedor de lencería o estrella de rock si con ello podía hacer mi trabajo.

Mostré a mis interlocutores chinos mi disposición a pedir visados de periodista en el futuro. A cambio les pedí que fueran sinceros conmigo. ¿Tenían intención de concederme ese permiso para que pueda seguir haciendo mi trabajo? A la funcionaria se le escapó una sonrisa y en su silencio posterior me pareció adivinar que su intención es más bien la contraria: impedir que vuelva a pisar China, como han hecho con otros corresponsales incómodos. Mi sospecha se ha confirmado con el tiempo. Mi nombre no aparece en la lista de más de 1.500 periodistas acreditados para cubrir el XVIII Congreso del Partido Comunista. La misma funcionaria me asegura ahora que el veto sobre mi entrada en el país ha sido extendido «indefinidamente». No porque en el pasado hubiera entrado en el país mintiendo sobre quién era, sino porque una vez dentro me había comportado como lo que realmente soy. Un periodista que sigue pensando que la libertad de prensa no tiene fronteras.