Antes de que los aeropuertos fueran transformados en centros comerciales de los que salen aviones, partir tenía su romanticismo. Incluso si mirabas atrás y no había nadie secándose las lágrimas con un pañuelo.

Puede que las terminales fueran más viejas y menos funcionales, pero tenían alma frente al mármol frío, los escaparates pretenciosos y las aglomeraciones antipáticas de estos días. En los aeropuertos más grandes puedes pasar más tiempo tratando de llegar a la puerta de embarque que volando a tu destino. Una vez superados los guardias de seguridad, que te cachean como si acabaras de robarles la cartera, comienza un tortuoso recorrido por tiendas que ofertan naderías sin impuestos, librerías con mala literatura, restaurantes que cobran la Coca-Cola a precio de champaña y turistas que se hacen fotos frente a algún monumento decorativo, sin advertir que se trata del carro de la limpieza. Habrá quien vea una contrapartida en las muestras gratuitas de colonia, pero son tantas, y a la gente le cuesta tanto pasarlas por alto, que llegas al avión oliendo a Chanel Nº5 aunque no quieras. Ahora que el aeropuerto ofrece de todo, uno echa de menos cuando al menos servía para despedirse.

@DavidJimenezTW