Cada poco tiempo surge una imagen, un vídeo o una noticia que nos permite pretender, al menos durante un rato, que nos importa la guerra de Siria. Un niño con la piel abrasada en un hospital de Alepo. Un ataque con armas químicas. Ayer mismo: un reportero gráfico que se preocupó de ayudar a las víctimas del último ataque antes que de tomar fotografías. La masacre apenas había tenido repercusión, o no la que merecía, pero fue difundirse la imagen de Abd Alkader Habak y la carnicería fue ganando espacio en los medios. Un poco: siguió mandando la operación regreso de Semana Santa, esa catetada informativa que difícilmente podría considerarse noticia -se repite cada año-, pero que en España abriría el telediario aunque compitiera con una invasión marciana.
Lo que consiguió que volviéramos a fijarnos en Siria fue el reportero llevando en brazos al niño herido y la imagen aún más potente en la que se le ve arrodillado, sollozando mientras sujeta su cámara. A pocos metros yace el cadáver de otro niño. Calcinado. El estereotipo se había derrumbado. Resulta que los reporteros también lloran. Y es posible que incluso les importe lo que pasa allí más que a los editores de telediario que te meten 10 minutos de operación retorno. Más también que a los políticos que llevan años discutiendo qué hacer para detener la guerra, mientras la alimentan. Más incluso que a esa abrumadora mayoría de lectores que no presta ninguna atención a lo que pasa en Siria, pero protesta porque los medios no cubren el conflicto lo suficiente.
Joao Silva, el fotógrafo del New York Times que perdió las piernas en Afganistán en 2010, recordaba lo fácil que es considerar a fotógrafos de guerra como buitres, “cuando nos ves caminando entre charcos de sangre y cadáveres para captar esa imagen perfecta…”. Pero no hay botín para el reportero de guerra, así que difícilmente puede ser esa su motivación. El oficio está mal reconocido y peor pagado. Rara vez te espera un acuerdo editorial para escribir un libro. Hay que llamar a la redacción suspirando para que no haya partido de fútbol importante o pedida de mano de una infanta, porque entonces es posible que te la juegues a cambio de nada. Tampoco les aguarda la fama: para eso mejor quedarse en casa haciendo fotos a concursantes de Gran Hermano. No, para seguir yendo a Siria, un lugar que no le importa a casi nadie, hay que estar muy loco o guardar una pequeña esperanza de que tu última fotografía consiga recordar a los demás, entre operaciones retorno de Semana Santa y citas revolucionarias -“el fútbol es así”-, que la nuestra sigue siendo una especie muy hija de puta, dispuesta a masacrarse en cuanto vislumbra el menor atisbo de impunidad. Quizá eso es algo que debería importarnos.