La frase que más escuché en vísperas de las dos últimas elecciones fue “voy a votar con la nariz tapada”. La repetían sobre todo seguidores del Partido Popular decepcionados con la corrupción y con un presidente que no sólo no la combate, sino que la premia. En los países con algo de conciencia crítica, aquellos que se respetan a sí mismos, uno se tapa la nariz al entrar los baños de gasolineras de carretera. Aquí lo hacemos antes de entrar en el colegio electoral.
Lo que sorprende es la ola de indignación y asombro, siempre pasajera, que acompaña a las tropelías cometidas por los elegidos a nariz tapada. Les enviamos el mensaje de que nuestra capacidad para soportar el hedor es infinita, y que nada de lo que hagan tendrá consecuencias, pero esperamos que su comportamiento sea modélico. ¿Por qué iban a ruborizarse al enviar de embajador a Londres al responsable político del desastre del Yak-42, a buscarle una bonita comisión en el Congreso al ministro del Interior que ha sido grabado manipulando los resortes del Estado con fines políticos o al proponer un destino dorado al ministro que tuvo que dimitir por sus vínculos con paraísos fiscales? Saben que no hay una sociedad cívica con la suficiente voluntad o determinación para hacerles pagar sus tomaduras de pelo.
Desde el gobierno nos piden comprensión: también ellos toman sus decisiones con la nariz tapada. Quizá algún día nos demos cuenta de que ese es un trato pésimo para nosotros e inmejorable para la clase política, acomodada en la convicción de que todo lo puede airear con un poco de perfume barato y voto útil. El tiempo juega a su favor: ya va quedando menos para que perdamos del todo nuestra capacidad de oler la putrefacción. Está más cerca el día en que sólo nos tapemos la nariz para entrar en los baños de carretera.