Un amigo que ronda los 80 me contó que había pedido a sus hijos que dejaran de visitarle. Le pregunté por qué y me dijo que llegaban a casa y no hacían otra cosa que atender sus teléfonos inteligentes. Preferían seguir los mensajes de amigos que verían esa misma noche a la conversación con un padre que podría no estar allí mañana, el mes que viene o en pocos años. Quizá entonces, en su ausencia, mirarían atrás y pensarían en el tiempo que se dejaron robar. Y las nadarías que lo hicieron.

Siempre hubo gente más o menos considerada, pero los móviles nos han dado una herramienta que nos permite cruzar la línea con más facilidad. Suenan cuando uno reclama silencio -en la playa o el teatro-, interrumpen a profesores en las clases y se han convertido en una de las principales causas de accidentes en carretera. También en un buen pretexto para llenar vacíos incómodos. Cada vez es más común ver a parejas cenando en restaurantes mientras cada uno mira su pantalla, sin cruzarse una palabra. “No tenemos WiFi, hablen entre ustedes”, recomendaba el cartel de un establecimiento en una fotografía que circula por internet.

En mi último viaje a España me llamó la atención la cantidad de estudiantes que tenían la cabeza inclinada hacia una pantalla durante las presentaciones de mi último libro. En su caso no era desconsideración, sino ganas de compartir en las redes sociales lo que decía. Y se lo agradezco -gente que no estaba allí pudo participar y debatir-, pero en ocasiones tenía la sensación de que el móvil se entrometía entre nosotros. Cuando veo la forma en la que algunas personas comparten todo lo que les ocurre, desenfundando su teléfono con la rapidez del vaquero en una película del oeste, me pregunto si tanto empeño en exhibir cada momento no les distrae de vivirlos.

Es posible que todo esto no sea más que una percepción de los antiguos, que crecimos sin teléfono móvil ni redes sociales y somos incapaces de prestar toda nuestra atención a algo mientras nos preocupamos por fotografiarlo, describirlo, comentarlo o exagerarlo. A los idiotas digitales nos pasa un poco como al presidente Gerald Ford, que no podía “caminar y mascar chicle al mismo tiempo”.

En cuanto a mi viejo amigo, estoy convencido de que no quiere que sus hijos dejen de visitarle. Lo que les está diciendo es que, ya que lo hacen en pocas ocasiones, ahora que su tiempo se agota, querría disfrutar de ellos completamente. Sin interrupciones. Parece una petición razonable, a la espera de que alguien invente una aplicación que permita recuperar los momentos perdidos.

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