El pelota español no es como los demás. Es mejor. Su arte consiste en no pretender ser otra cosa, en su ausencia de complejos o disimulos. No se esconde. Se adapta. Trepa.

El pelota sabe que el mérito nunca le llevará tan lejos como una buena dosis diaria de peloteo. No malgasta energía en trabajar más o mejor que los demás.  

La primera regla del pelota es no perder una oportunidad de apuntarse un tanto. La segunda regla es no olvidar nunca la primera. La idea de otro siempre es suya. Pero si al jefe no le gusta, se la devuelve a su legítimo dueño con la rapidez del lagarto basilisco.

El pelota no conoce la lealtad y quizá por ello la desprecia en otros. Puede hacer la pelota hasta la extenuación a un jefe y venderle si presiente que va a caer, listo para hacer la pelota al siguiente.   

El pelota ofrece al jefe el cariño que no reciba en casa. Alimenta sus egos injustificados. Le alivia del trabajo sucio para que no tenga que mancharse. Si hay que traicionar, el pelota traiciona mejor. Si hay que conspirar, el pelota conspira más sigilosamente. Si hay que venderse, el pelota se vende por menos.

La vida del pelota es dura e incomprendida. Siempre esperando una llamada a deshoras. Suspirando por la recompensa a sus desvelos. La palmadita en la espalda. No está lo suficientemente valorado. 

Los derechos del pelota deberían estar más protegidos. El hueco para el empleado del mes reservado a su nombre. Sólo puede haber una explicación de que el pelota no tenga aún su día internacional y es que hay algo en él (o ella) que no soportamos: esa inmensa capacidad para crear escuela.

El pelota se reproduce por imitación y, como las ratas, prospera en la decadencia. Se hace fuerte cuanto peor van las cosas. Y si todo se desmorona, encuentra siempre la salida, normalmente pasando por encima de sus colegas. Siempre sobrevive para hacer la pelota un día más.