Uno de los primeros lugares a los que fui enviado cuando empezaba en periodismo fue el tanatorio de Madrid. Yo era entonces un becario con ambiciones y mi jefe me encargó que volviera con “jugosas” declaraciones de los familiares de las víctimas de un accidente de tráfico en la M-30. Pero una vez allí, ante padres que lloraban a sus hijos y amigos inconsolables, no conseguía reunir el valor -o la frialdad- para importunarles. Caminaba nervioso de un lado a otro, mientras pensaba excusas que podrían justificar mi regreso a la redacción con las manos vacías. ¿Quién era yo para entrometerme en el luto de aquellas personas? ¿Quién mi jefe o el lector para creer que tenían derecho a saber de primera mano por lo que estaban pasando? Y, de todas formas, ¿no era obvio?
La hora del cierre se acercaba cuando recibí la llamada del jefe preguntando dónde demonios estaba y si ya había hablado con alguien. Dije que sí, dándome un empujón a mí mismo, y después me acerqué a un corrillo de allegados. Para mi sorpresa me recibieron con amabilidad, contándome que iban detrás del coche accidentado y que todos se dirigían a una boda cuando el conductor perdió el control y se estrelló en la mediana. Cinco muertos, creo recordar. Fue una lección en las contradicciones del oficio: una mezcla entre el sentimiento de culpa y la satisfacción de saber que podría escribir sobre el lado humano de una tragedia que, de otro modo, habría terminado en otra noticia insulsa sobre mortalidad vial. Me prometí no volver a entrevistar a las familias de los muertos, pero he perdido la cuenta de las veces que he incumplido mi palabra.
Ya como corresponsal, he buscado entrevistas con los damnificados de terremotos y tsunamis, guerras y revoluciones, genocidios o esas tragedias que, víctimas de su exclusión en los urgentes de las cadenas de televisión, deambulan por la actualidad informativa entre la indiferencia. He tratado de hacerlo solo cuando creía que sus declaraciones aportarían algo a la información y si existía una predisposición clara de los entrevistados a contar su historia. Jamás he insistido. A menudo, ante la evidencia de que no era el momento, me he marchado con el bloc de notas vacío. En los tsunamis del Índico y el Pacífico, donde llegabas a ciudades en las que no quedaba nada en pie, encontré supervivientes que encontraban alivio en relatar su pérdida. En el hecho de que le importara a alguien y pudieran compartirla.
Los testimonios de desastres naturales sirven para movilizar la ayuda humanitaria. En la guerra, para exponer atrocidades. Cuando hay injusticias, para denunciarlas. Y a pesar de ello, siempre me marcho con una sensación de culpa parecida a la que experimenté en el tanatorio de Madrid hace 20 años. La sensación de que, en mitad de todas esas tragedias, nada está más fuera de lugar que yo o mis preguntas.
Pensaba en todo esto al ver el otro día a los reporteros abalanzarse sobre los familiares de los pasajeros del vuelo MH370 desaparecido en el Índico, poco después de que se confirmara que no había supervivientes. Allí no existía la justificación de una causa mayor o un verdadero valor informativo. Tampoco sensibilidad o respeto. Ninguna delicadeza o interés en discernir si era un buen momento. Se echaba en falta esa regla tan indispensable de dejar un margen para que aquellas personas pudieran decidir si querían que decenas de cámaras recogieran sus lágrimas, para exhibirlas al mundo en horario de máxima audiencia. Sentí cierta repulsión y, a la vez, la desautorización moral de alguien que a menudo había entrevistado a las familias de los muertos y seguramente era la última persona con legitimidad para criticar el comportamiento de sus colegas. Busqué en mi memoria momentos en los que mi afán profesional se hubiera impuesto a mi humanidad. Y concluí que, por mucho que yo creyera que nunca había cruzado esa línea, era posible que los familiares de aquel muerto de Yakarta, Rangún o el tanatorio de Madrid pensaran diferente. Que también yo, en algún momento, me hubiera comportado con la insensibilidad del reportero de cementerio.
Gracias David por la respuesta a mi llamado de no dejarnos “abandonados” virtualmente. Somos un par de incondicionales de Holanda y Uruguay.
No te hablo por este artículo, sino por cada una de las palabras que salen de tu pluma, o de tu teclado de ordenador. Uno de los mayores halagos para un escritor es que te feliciten sinceramente por tu obra, por tus escritos. Ahí va el mío:
Considero que tus artículos deberían ser obligados para todo aquel que se digne a pensar siquiera en ejercer la profesión de periodista. Actualmente me quedan unas cuantas asignaturas para acabar la carrera. Pero no tengo ninguna prisa por terminarlas. En su defecto, escribo y escribo con la esperanza de que algún día pueda trabajar como tú. Me encanta escribir, viajar. Me encanta ver las injusticias en primera línea, comprenderlas, y ser capaz de mostrárselas a la gente, aunque desgraciadamente, como tu sabes, sientas algunas veces que solo te importan a ti.
Estoy inmerso ahora en EL LUGAR MAS FELIZ DEL MUNDO. Te vuelvo a felicitar por lo que haces, se ve que escribes desde el alma, con el talante y la honestidad en tus manos. Eres probablemente la persona que más me ha enseñado sobre periodismo. Y una de las que más me han hecho pensar y aprender con sus artículos y crónicas.
Tu libro no estaba en las bibliotecas de Málaga ( mi ciudad natal) ni en dos de las librerías más importantes de la ciudad. Lo que me parece una total falta de respeto hacia la literatura y el periodismo actual. Pero esto es España y el mundo real, corrompido y engañado. En fin, perdona, a veces te hablo como si te conociera de toda la vida. Pero es que me siento tan identificado contigo. :)
Mi gmail es [email protected] Me encantaría que me contestaras a esta especie de carta, y que me dieras pie, cuando tuvieras tiempo a charlar sobre diversos temas y contestar a mis preguntas, incluso leer y opinar sobre algunos de mis artículos. Sería un verdadero honor.
sin ánimo de entretenerte más Quiero terminar diciéndote que nunca pierdas ese estilo que te hace tan tan grande. Para mucha gente, muchos periodistas que de verdad aman la profesión y la justicia, eres todo un ejemplo, un gigante . Gracias
David, siempre me ha parecido obsceno exhibir en televisión, los llantos de los familiares rotos de dolor ante accidentes o desgracias con muertos; no son respetados en su intimidad y su sufrimiento es exhibido sin pudor, ante las cámaras. Una impudicia imperdonable en aras de la información. Pero afortunadamente hay clases, y sinceramente no albergo dudas al creer que siempre has ejercido tu profesión, con la delicadeza y el respeto que merecen momentos tan dramáticos.
Gracias siempre por tus reflexiones.
Inés Miravalles
Por desgracia los periodistas no suelen comportarse así.
Ufff, mira que soy “echá palante” pero no me creo con los suficientes “riles” de enfrentarme a situaciones de ese calibre. Por eso no se vuelca el mundo…
Muy buena crítica. Yo sé que no todos sois así, aún nos queda esperanza!!XD
Chu!!
No sé si has leído el prólogo de “Amor se escribe sin hache” de Jardiel Poncela. Te lo recomiendo, al menos la parte en la que habla de sus inicios en el periodismo. Es una historia bastante similar.
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Gracias David por el inmenso regalo de tus reflexiones . Con esta maravilla de internet las leo desde Lima-Perú…aunque ahora lo estoy haciendo desde Madrid. Eres un ejemplo de comunicación limpia, profunda y efectiva
No debe ser fácil tu profesión. Pero tampoco los son otras muchas más, y menos en las circunstancias actuales del mundo.
Honestidad y sensibilidad son imprescindibles.
Gracias por el artículo.
Sus reflexiones le honran. Como dice, a veces hay un fin noble en lo que se pretende con esas informaciones (que además tienen con frecuencia nulo valor informativo), pero con harta frecuencia ese fin no justifica estos medios. Pero creo que no sólo es que a menudo se amargue la vida y se viole la intimidad de los familiares de los muertos con la entrevista improvisada y -más aún- con ciertas imágenes en la prensa o la TV.
Los lectores, los telespectadores, también nos revolvemos impotentes contra ciertos reporteros y ciertas imágenes robadas a la intimidad del dolor de la gente en esos momentos en que están indefensos. Son como una agresión con alevosía.
Las cadenas de la TV en España están llenas cada día de toda la impudencia, de esos corresponsales que insisten en preguntar “¿cómo se siente?”, mientras filman un rostro en lágrimas en la escena del drama.
Saludos
Una reflexión la mar de interesante, y que demuestra hasta qué punto la profesión periodística está asediada por un mundo cada vez más inhumano y cínico.