No parece aconsejable subirse a un avión pilotado por un taxista, operarse del corazón en el veterinario o poner al frente de un país a alguien que no podría gestionar una ferretería. Pero hay naciones que se empeñan en esto último con reiterado masoquismo democrático. Pongamos el ejemplo de España, incapaz desde la transición de elegir a un líder culto, preparado, que hable idiomas o nos evite el ridículo cada vez que sale al extranjero. Y todavía los hay que se extrañan de que llevemos seis años en crisis, cuando lo sorprendente es que el barco siga a flote.   

El presidente del gobierno tiene un sueldo de 78.185,04 euros al año. Parece poco para alguien que tiene la responsabilidad de tomar decisiones que afectan a 45 millones de personas. Habría que triplicar esos honorarios y exigir a cambio que se presenten solo candidatos con un currículo acorde con el puesto. Siempre imagino las elecciones como una entrevista de trabajo en la que la ciudanía hace el papel de director de Recursos Humanos, pero se olvida de hacer las preguntas más elementales: ¿Tiene usted alguna experiencia en gestión de algo más que las conspiraciones internas de su partido? ¿Formación económica para llevar lo que no deja de ser la mayor empresa del país? ¿Experiencia diplomática o conocimientos geopolíticos que le ayuden a entender el mundo? ¿Do you speak English, al menos al nivel que se exige a un camarero de la Costa del Sol?

No es que los presidentes que ha tenido España en las últimas tres décadas no cumplieran esos requisitos. Es que no cumplían ninguno de ellos. Hemos contratado a un tipo simpático y golfo (González) que contribuyó decisivamente a la degradación moral del país; uno borde y prepotente (Aznar) que sigue afirmando que España recuperó prestigio por ir a una guerra que continúa 11 años después y ha costado la vida a más de 100.00 personas; uno rematadamente incapaz (Zapatero) que seguía encantado de haberse conocido mientras llevaba el país a la ruina; y ahora este (Rajoy) que no consigue reunir siquiera el coraje para enfrentarse a las preguntas de los periodistas en rueda de prensa. No extraña: en una ocasión le preguntaron por su honradez y tuvo que leer la respuesta.

Me dirán que un error lo tiene cualquiera, pero a los tres primeros los reelegimos con entusiasmo y vamos camino de hacer lo mismo con el que nos desgobierna ahora. Cuando un país escoge a líderes mediocres de forma tan reiterada, entregándose a personas que prometen tan poco e inspiran nada, cabe preguntarse si el problema no está en quienes los contratan, esa ciudadanía que supuestamente está al frente del departamento de Recursos Humanos. Quizá en España no escogemos a nuestros líderes por sus méritos, su talla moral o su preparación porque tampoco queremos que nos midan bajo esos baremos en la oficina, la universidad o las elecciones a la comunidad de vecinos. O tal vez se vota al corrupto y al tramposo porque son mayoría los que ven el lado positivo de vivir en un país donde se puede triunfar con esas cualidades. Los políticos no dejan de ser un reflejo de la sociedad y la nuestra ha demostrado carecer de la cultura, la educación, la formación o el espíritu crítico para evitar que alcaldías, comunidades autónomas o la presidencia de la nación sean ocupadas por cualquieras. Es como si, en nuestro masoquismo democrático, encontráramos algún placer oculto en escoger para los puestos de mayor responsabilidad a quienes menos hacen para merecerlos.

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