A nadie pareció importarle cuando semanas atrás todos los periódicos nacionales publicaron en sus webs -en algunos casos también en las ediciones impresas- dos noticias de dudosa procedencia y signos de ser manifiestamente falsas. Una decía que el dictador norcoreano Kim Jong-un había ejecutado a una ex novia por participar en un vídeo porno. La otra relataba el caso de una niña yemení de ocho años que habría muerto en su noche de bodas tras ser violada por su marido, 32 años mayor. Cuando comenté el segundo bulo en Twitter, un lector me respondió con una pregunta que debería preocupar especialmente a los periódicos tradicionalmente considerados serios: “Y ahora, ¿a quién creemos?”.

El problema no era solo que ambas noticias fueran inventadas, al igual que la más reciente sobre el tío de Kim Jong-un siendo devorado por una jauría de perros, sino que nadie se molestó en comprobarlas. Se publicaron a pesar de que las fuentes originales eran dudosas, no contenían ningún testimonio de los protagonistas o datos coherentes. El hecho de que nada de ello pudiese ser obtenido en un régimen tan hermético como el norcoreano, o en un lugar remoto como Yemen, no parece una excusa válida: no basta cubrirse las espaldas con un «según cuenta…».

Los concesionarios de coches usados suelen cavar su propia tumba cuando empiezan a vender motores gripados, retocan el contador de kilómetros y ocultan desperfectos, ganándose una merecida reputación de poco fiables. Algo parecido puede ocurrirle a un medio que intenta hacer pasar la violación de la intimidad por exclusiva periodística, el rumor como noticia o la nadería por reportaje en profundidad. Y, sin embargo, cada vez son más las informaciones que llegan al lector averiadas.

La mala noticia para el periodismo en estos tiempos es que nunca ha habido más información. La buena: que la mayoría consiste en cotilleo y refrito de lo que otros han hecho previamente. En mitad de ese gran vertedero informativo que es internet, el valor de un medio está en separar la basura de lo que merece la pena, lo anecdótico de lo relevante, lo cierto de lo falso, la información que el público debe conocer de la que no le incumbe, porque afecta a derechos ajenos como la privacidad. No parece descabellado pensar que, en el proceso de selección que ya ha comenzado en la prensa, tendrán más posibilidades de sobrevivir aquellos dispuestos a dejar que la realidad les estropee una buena historia.

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