Me escriben compañeros sorprendidos de que haya defendido a la competencia después de su metedura de pata al publicar una foto falsa de Hugo Chávez. No creo haber hecho tanto, pero es cierto que no me he sumado a quienes, en algunos casos con escasa legitimidad para dar lecciones de periodismo, han aprovechado para ajustar cuentas y poner en duda la profesionalidad de los colegas de El País.

Más que la pifia en sí, dice mucho del estado de la profesión el regocijo con el que fue recibida. ¿Alguien conoce un país donde los medios dediquen más espacio a denigrarse unos a otros? ¿Alguno dónde se haya instalado con total normalidad en las redacciones el término “guerra mediática”? ¿Uno donde los combatientes dediquen más tiempo a sus batallas empresariales, como si importaran al lector más que la guerra del Congo, el paro o el terrorismo? Sume a ello la constante celebración de los malos datos económicos o de audiencia del otro. La infantil repetición del “y tú más”, no ya a la hora de contar exclusivas, sino dependencias políticas. Los vetos que impiden reseñar el libro del autor que trabaja en el grupo rival. Y así…

Lo ocurrido con la imagen del presidente de Venezuela fue una negligencia que debería llevar a El País a revisar sus mecanismos de verificación. Para mí la clave está en que se trató de un error, no de una manipulación intencionada. El periódico lo admitió, lo corrigió y ha pedido disculpas. Mientras otros disfrutaban sin disimulos del mal trago del diario, a mí me venían a la mente los compañeros que habían intervenido en la decisión de publicar la imagen de Chávez. Pensé en mi mayor traspié profesional.

Empezaba en esto cuando llegó a El Mundo una convocatoria de prensa sobre una supuesta Fundación Sputnik dedicada al estudio de la carrera espacial rusa. Me mandaron a cubrirla y al regresar escribí una crónica sobre la ocultación por parte de Moscú de la pérdida de Ivan Istochnikov y la perrita Kloka en una misión en 1968. “El cosmonauta Ivan Istochnikov nunca existió…”, escribí al enumerar los esfuerzos soviéticos por eliminar las pruebas de que su soldado español hubiera existido. Solo que, efectivamente, no lo había hecho. Istochnikov y Kloka eran parte de una exposición montada por el artista Joan Fontcuberta, que completaba sus recreaciones con fotografías y ruedas de prensa en las que en ningún momento aclaraba que todo era ficción. Recuerdo como si fuera ayer la llamada de mis jefes para pedirme explicaciones. La humillación de haber fallado a mis compañeros y lectores. Y esa sensación de irreversibilidad: de que los errores, en este oficio, se llevan para siempre tatuados en tinta.

portadasprensaEquivocarse publicando una fotografía falsa es preocupante, pero no tanto como que en los grandes diarios se puedan leer estos días textos ininteligibles, con graves faltas de ortografía o sin los mínimos elementos que debe contener una noticia. Cualquier información errónea rompe la confianza con los lectores, pero más lo hacen las manipulaciones intencionadas, las informaciones que ponen los intereses empresariales propios por encima de los de los lectores o los silencios periodísticos que protegen a los poderosos, sean miembros de la monarquía, la banca o los partidos afines. Reemplazar una portada defectuosa es posible, pero no se puede decir lo mismo de los miles de profesionales que están siendo despedidos y sin los cuales la calidad del periodismo que se hace en España ha entrado en barrena. Por no hablar de la precariedad de los que mantienen su puesto, la creciente publicación de naderías en los diarios llamados «serios» o los recortes en la cobertura internacional. Pero no, me quieren convencer de que el gran problema de la profesión, la prueba definitiva de su decadencia, es que a El País le colaron una foto falsa de Chávez.

Yo le deseo a la competencia los menores éxitos posibles, ninguno a poder ser, pero no desgracias profesionales. Ni que se le estropee la imprenta ni que una agencia consiga venderle una imagen falsa. Llama la atención la cantidad de recursos, tiempo y espacio que los periodistas dedicamos a atacarnos entre nosotros. Uno preferiría ver esas energías empleadas en mejorar los productos propios, no vayamos a terminar todos partiéndonos de risa recordando, desde ese cada vez más concurrido cementerio de periódicos, las meteduras de pata que cometió el otro.

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