Es difícil saber cuántos reportajes me quedan por escribir. Los corresponsales, dicen, somos una especie en vías de extinción. Dinosaurios del periodismo. Parte de una élite privilegiada que debe dejar paso a los nuevos tiempos. Caros de mantener. Lentos en producir información. Tercos en su resistencia a adaptarse al nuevo periodismo de bajo coste, donde mandan la rapidez y la cantidad.

Veteranos corresponsales están siendo despedidos, jubilados o enviados de regreso a la redacción. Periódicos y televisiones están cerrando oficinas, reemplazando sus coberturas con colaboradores mal pagados o especialistas en reporterismo de paracaídas, enviados a toda prisa y en el último momento a cubrir grandes acontecimientos. Mantener a un reportero de forma permanente, dándole la seguridad financiera, los medios y el tiempo para que busque las mejores historias es visto como un lujo innecesario.

Ni siquiera los colegas derraman ya lágrimas por una figura que muchos imaginan como el señorito del oficio que se pega la gran vida en París, Nueva York o Bangkok, manda sus crónicas siempre tarde y termina la jornada en el club de corresponsales, buscando a quien contar esa última exclusiva que asegura justifica su puesto. Amenazados, los corresponsales tratamos de probar que nos hemos adaptado a los nuevos tiempos haciendo vídeo, locuciones y enviando notas a las webs como si fuéramos agencias de noticias, triplicando el trabajo para satisfacer todos los soportes y al mayor número de jefes. Cubrimos más cosas. Más deprisa. Peor. ¿Es posible que la solución esté en coger un tren al pasado, volver a la esencia del oficio, llevándose en la maleta los utensilios del futuro? Diferenciarse haciendo menos. Más despacio. Mejor.

Nunca sentí que estaba siendo rentable para mi periódico cubriendo terremotos y tsunamis, revoluciones y guerras. Menos aún en cumbres internacionales, Juegos Olímpicos o atentados terroristas. Otro podía haberlo hecho parecido o mejor. He sentido que me había ganado el puesto cuando ofrecía a mi periódico -y a los lectores- una historia que no podían encontrar en ningún otro sitio. Nuestro futuro, si lo tenemos, está en los lugares donde no hay bares de periodistas, los enviados especiales no se reúnen al final de la jornada para comparar quién la tiene más grande -la exclusiva- y nuestro trabajo no corre peligro de ser pisado por un teletipo de agencia de última hora.

El corresponsal ha dejado de tener sentido si no es para ofrecer profundidad frente a la inmediatez, precisión frente a la falta de rigor, reporterismo literario frente la escritura urgente y originalidad frente al rebaño que hemos formado los medios de comunicación, donde unos nos copiamos a otros, cubrimos las mismas noticias y perdemos el interés por ellas al mismo tiempo, casi siempre demasiado pronto. El corresponsal debe cazar sus historias donde otros no lo hacen, ir cuando los demás no van, volver cuando todos se han marchado. Defender su territorio como el lobo estepario del periodismo.

Quizá tienen razón quienes creen que a pesar de todo la especie está condenada a extinguirse y que el futuro de los que quedamos es ser reconvertidos en el periodista del que huimos cuando dejamos la redacción. Lo que es seguro es que el último que quede no recibirá la llamada anunciando su despido en una rueda de prensa, sino en un lugar al que habrá llegado haciéndose la pregunta: ¿Y toda esta gente, quién contará lo que les está pasando? @DavidJimenezTW

***Este es un pequeño extracto de El Último Corresponsal, el capítulo que he escrito para el libro Queremos Saber (Debate). Nada de lo que yo diga servirá para promocionarlo mejor que daros los nombres de sus autores, algunos de los periodistas que más admiro en el oficio: Javier Espinosa (El Mundo), Enric González y Ramón Lobo (El País), Marc Bassets (La Vanguardia), Mikel Ayestaran (Vocento), Mónica G. Prieto (Periodismo Humano y Cuarto Poder), Javier Martín (EFE), Pilar Requena (TVE), Mayte Carrasco y Cecilia Ballesteros (Freelance) y Ramiro Villapadierna (DPA, D-Welle y otros).