Uno de los primeros lugares a los que fui enviado cuando empezaba en periodismo fue el tanatorio de Madrid. Yo era entonces un becario con ambiciones y mi jefe me encargó que volviera con “jugosas” declaraciones de los familiares de las víctimas de un accidente de tráfico en la M-30. Pero una vez allí, ante padres que lloraban a sus hijos y amigos inconsolables, no conseguía reunir el valor -o la frialdad- para importunarles. Caminaba nervioso de un lado a otro, mientras pensaba excusas que podrían justificar mi regreso a la redacción con las manos vacías. ¿Quién era yo para entrometerme en el luto de aquellas personas? ¿Quién mi jefe o el lector para creer que tenían derecho a saber de primera mano por lo que estaban pasando? Y, de todas formas, ¿no era obvio?