La gente consultaba más el diccionario cuando había que levantarse a coger uno de la estantería. Ahora que está a un clic, parece que cuesta. Y de ahí el absurdo de escuchar a mujeres que dicen no ser feministas, que estas cosas “radicales” no van con ellas, o a tipos que cuando escuchan la palabra imaginan un mundo donde se purgará el exceso de testosterona y las mujeres impondrán la depilación brasileña a sus maridos. Hoy solo se puede ser feminista o imbécil, si atendemos a la definición del feminismo que hace la RAE: “Ideología que defiende que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres”.
Que el término haya terminado siendo contaminado es un pequeño triunfo del machismo más rancio y un disparo en el pie de una versión del feminismo que busca avanzar sobre el rechazo generalizado a los hombres, porque en todos ve un abusador al acecho. Nada podría agradar más al acosador sexual o al maltratador: una falta de distinción que les haga sentirse parte de una comunidad de colegas donde poder justificarse en el “todos somos iguales”.
Más de un centenar de mujeres artistas, periodistas, editoras o actrices, ninguna sospechosa de formar parte de una conspiración para anular el género femenino, han publicado en Le Monde una carta en la que critican ese feminismo que se expresa en “el odio a los hombres” y que en nuestro país ha creado escuela, alimentado por columnistas cuyo único mérito parece ser su olfato infalible para cazar machistas al vuelo y arrojarlos a la hoguera de las redes sociales.
Catherine Deneuve, Ingrid Caven o Catherine Millet hacen una distinción necesaria en su artículo de Le Monde: el acoso sexual es un delito, pero el hombre que intenta robar un beso y acepta deportivamente el rechazo no lo está cometiendo; una conversación picante en la cena de trabajo no convierte a sus participantes en denigradores de la mujer; y un intento torpe de ligar, si la aproximación se hizo con respeto y sin abuso de poder, no debería arruinar la carrera de nadie. “La libertad de importunar es indispensable para la libertad sexual”, escriben Deneuve y compañía.
Las mujeres siguen cobrando menos que los hombres por serlo, son maltratadas por serlo y sufren acoso sexual o son violadas por serlo, a veces con el agravante de ser socialmente señaladas no como víctimas, sino como provocadoras de los abusos. Los hombres de mi generación no hemos hecho suficiente para avanzar en su igualdad, quizá porque la educación recibida nos ha impedido percibir unos privilegios que asumimos con naturalidad desde la infancia. Cuando era niño, cualquier muestra de debilidad era despectivamente descrita como prueba de feminidad. En mi juventud, las amigas que cambiaban de pareja con libertad eran estigmatizadas como “fulanas”, mientras cada conquista de los chicos se celebraba como un acto heroico. Cuando empecé a trabajar en periodismo, compañeras que se quedaban embarazadas eran enviadas a trabajar al departamento de documentación. Todavía hoy, en conversaciones de bar, puedes escuchar a hombres justificar las agresiones sexuales en que la víctima llevaba la falda demasiado corta, había bebido demasiado o estaba en el lugar equivocado.
El feminismo es una causa inacabada y necesaria. Lo que sobra es su versión de clic fácil, justicia tuitera y sectarismo de género que ve un violador, acosador o maltratador detrás de cada hombre, se atribuye el monopolio de desenmascarar machismos desde el sofá y fustiga incluso a los hombres que han empezado a comprometerse con la igualdad y podrían ser aliados valiosos en esa lucha. “Esa fiebre de enviar a los cerdos al matadero no ayuda en absoluto a las mujeres a defender su libertad”, dice el manifiesto de las mujeres que escriben en Le Monde. “Esa fiebre solo sirve, en realidad, a los enemigos de la libertad sexual, a los extremistas religiosos, a los reaccionarios más peligrosos, arrastrándonos a una ola “purificadora” que parece no tener límite”.