Mi vuelo a Chicago llevaba seis horas de retraso y, una vez en el avión, la azafata anunció que tardaríamos otra hora en despegar. Me dio tiempo a leer la revista del avión, las normas de seguridad, el formulario de una tarjeta de crédito —¿quién no necesita endeudarse un poco más?— y el catálogo de productos en venta, con sus colonias, carteras de cuero y cajas de bombones. Me llamó la atención algo que no había visto antes. “El Reloj de la Felicidad”, decía el enunciado sobre la fotografía de lo que parecía un reloj más.
Utilizando estadísticas y algoritmos varios, cruzando información de mi historial clínico con la media, el aparato prometía calcular cuántos años, meses, días, horas y segundos me quedaban de vida. Bastaba con darle a un botón y empezaba la cuenta atrás.
Tic-tac, tic-tac, tic-tac…
El Reloj de la Felicidad podía resultar deprimente, pero la publicidad insistía en los beneficios de saber cuánto tiempo tenemos antes de que tengamos que oler las flores bajo tierra. Una simple mirada a tu muñeca y disponías del más efectivo recordatorio para vivir la jornada al máximo.
Mi primera duda era si la línea aérea me ofrecería un descuento por haberme robado siete horas de mi particular cuenta atrás. No me importa perder el tiempo, pero me gusta decidir dónde y cómo lo hago. Habría preferido tirarme siete horas en el sofá de mi casa. Pasar ese rato viendo a 22 millonarios correr detrás de un balón. O dando de comer a las palomas en un parque. Pero estaba atrapado en un avión con otras 300 personas y obligado a malgastar mi tiempo leyendo el anuncio de un producto ideado para que hiciera justamente lo contrario.
Me pregunté si el Reloj de la Felicidad aumentaría mi determinación de vivir cada minuto como si fuera el último. Quizá miraría el reloj, vería que me quedaban cinco años de vida y dejaría caer mi cerveza para salir corriendo a alistarme en una ONG. Al ver el tiempo escaparse, resistiría la tentación de perderlo escuchando otra declaración vacía de un político o viendo un vídeo idiota en Facebook. Con suerte, saldría de mi coraza emocional más a menudo para decirle a los míos las cosas que, cuando finalmente nos decidimos a decir, no tenemos a quién.
Decidí no comprar el reloj, a pesar de sus evidentes ventajas. No porque la aerolínea me negara el descuento que me correspondía, sino porque hay una edad en la que empieza a ser innecesario que te recuerden lo rápido que corre el tiempo. El médico te pregunta qué tal la próstata. El matrimonio de amigos perfecto —“con lo bien que se llevaban”— se divorcia. El hijo para el que siempre tenías razón piensa que ya no la tienes nunca. Alguien te cuenta que su cuñado ha muerto de cáncer. Tenía tu edad.
En la segunda mitad de la vida, si hemos aprendido de la primera, deberíamos perder menos el tiempo. O mejor: perderlo sólo cómo y cuándo se nos antoje. Dejar de ver a gente que no nos aporta nada. Evitar compromisos sociales en los que pasas el rato como en la consulta del dentista, pensando en los lugares alternativos donde preferirías estar. Negarte a trabajar, si las circunstancias te lo permiten, con personas tóxicas que para soportarse mejor contaminan a los demás con sus miserias, envidias y fobias. Y, sobre todo, recuperar una palabra —“NO”— que decimos mucho de niños, pero que los convencionalismos y el deseo de agradar van relegando a un rincón olvidado de nuestro vocabulario. Hay que decirlo más y decírselo más a uno mismo: “NO”, tampoco hoy tengo tiempo que perder.