Al contrario que los catalanes de pura cepa, yo apenas llego a charnego. Aunque nací en Barcelona y pasé mi infancia allí, mis padres no son catalanes. No hablo el idioma. Hace años que dejé de ser del Barça. Peor aún: vivo en la cuna de la conspiración contra el sueño patriótico catalán, Madrid.
En realidad sólo recuerdo haber hecho el esfuerzo por demostrar que era catalán —o de cualquier otro sitio— una vez en mi vida. Un grupo de milicianos indonesios había rodeado el hotel donde me encontraba durante el descenso a los infiernos de Timor Oriental en 1999. Gritaban “¡muerte al australiano!” cuando vi que uno de ellos llevaba la camiseta del Barça. Salí con el pasaporte en mano señalando Barcelona como mi lugar de nacimiento, convencido del poder fraternal del fútbol.
-¡Australiano! —insistió él—. ¡Muerte al australiano!
Era la primera vez que cubría una guerra y aprendí lo difícil que puede ser razonar con alguien que empuña un machete o cree estar salvando a su patria. Imposible cuando se juntan ambas cosas. Aquel conflicto hacía tiempo que había pasado el punto de no retorno: las milicias y el Ejército indonesio habían prendido fuego a ocho de cada diez viviendas de Timor Oriental después de que la población votara a favor de la independencia. Paréntesis para ignorantes: (ese referéndum fue auspiciado por la ONU, aprobado por Yakarta, tuvo una participación del 98% y un voto por la independencia del 78.50%).
Los números tienen su importancia, porque el absurdo democrático que se trata de imponer en Cataluña cuenta con menos del 50% del apoyo, si tenemos en cuenta los resultados de las últimas elecciones catalanas. Menos aún según las encuestas más recientes realizadas por la propia Generalitat. ¿De dónde sale entonces la frase “el pueblo” apoya masivamente la ruptura? La clave es que calculamos cosas distintas.
Tras décadas en las que los no nacionalistas han ido siendo arrinconados, dejando de ser catalanes cuando así lo aseguraba Carme Forcadell, el censo catalán iba menguando en el imaginario independentista. El pueblo son sólo los que quieren la secesión. Y como el resto no pertenecen a él, no cuentan. Los números salen: en realidad el 100% de los catalanes, los de verdad, quieren romper con España. Supera eso, Timor Oriental.
Más allá de políticos incendiarios e ignorantes, pirómanos oportunistas y patriotas de tertulia, que no faltan tampoco en Madrid, más allá incluso de la ineptitud y cobardía de Mariano Rajoy, la clave de todo está en esa resta. Una vez se acepta ese simple principio de racismo matemático, todo lo demás está justificado. Nada más importa.
Y ya puedes decir que la independencia no sacará a Cataluña de la Unión Europea, aunque la Unión Europea diga lo contrario. La economía no sufrirá, aunque las empresas estén marchándose incluso antes de que empiece la fiesta. Y por supuesto la sociedad catalana no quedará fracturada: si la mitad que no está de acuerdo conmigo no existe, y han dejado de ser catalanes por voluntad de la otra mitad, el resultado es una Cataluña unida y homogénea, sin fisuras ni traidores. Grande. Libre. Si no te gusta, siempre puedes pedir el pasaporte australiano.