De mi época de becario recuerdo más lo que aprendí y a los maestros que me enseñaron que los cerca de 300 euros que nos daban al mes. El Mundo era entonces una excepción, porque la mayoría de los periódicos no pagaban nada. El primer día nos convocaron a una reunión y nos dijeron que preguntáramos las dudas que tuviéramos. Un compañero se lanzó: ¿A qué hora se sale? ¿Hay que venir los fines de semana? ¿Cuándo se come? Se había confundido de oficio y supongo que, si finalmente encontró el suyo, se habrá pasado los últimos 20 años poniendo sellos en una oficina de 9 a 3.

Todo esto viene a cuento porque temo que pronto se montará la Asociación de Becarios Explotados, con manifestaciones exigiendo que se deje de maltratar a chavales de 20 años, que bien podrían estar de botellón y no aprendiendo su oficio. Tanto lamento por la precariedad de los becarios en sus veranos infernales desvía la atención de lo verdaderamente grave y es que padres de familia sigan trabajando con las condiciones de cuando eran becarios, gratis o por una miseria. Lo triste no son las condiciones de un recién salido de la facultad en su periodo de prueba, sino las escasas probabilidades de que su esfuerzo y talento le lleven a nada en una profesión que ha desarrollado su propia casta de privilegiados, tan amarrados a la silla como la de los políticos y directivos que critican. La pena no es que alguien pueda pasar unos meses sin cobrar mientras aprende, sino que muchos de ellos no encuentren mentores de los que aprender en unas redacciones diezmadas por despidos y recortes que se han llevado a muchos de los mejores.

Después de mi beca, yo mismo me encargué de empeorar la explotación a la que estaba siendo sometido y pedí sustituir a la entonces corresponsal en Londres, Cristina Frade, durante sus vacaciones. Aquello no fue gratis, porque creo recordar que me costó dinero, además de mis vacaciones. Aunque bien visto fue la mejor decisión profesional de mi vida: fue aquella experiencia la que me permitió probarme como corresponsal y pedir la oportunidad de ir a Asia sin que mis jefes creyeran que me había vuelto loco. Las becas de verano son eso, una oportunidad, aunque menguante, para saber si uno escogió el oficio correcto. Para quienes tengan la suerte de haber logrado una, pagada o no, aquí les dejo los consejos que me habría gustado recibir cuando yo fui becario. Empezando por uno sencillo: no preguntes a qué hora se sale a comer.