Cuentan que en la redacción de uno de los principales medios de España, un redactor jefe agobiado por el cierre dijo: “Que ganas tengo de que pase la moda esta de internet”. No hablo de hace 10 años. Hará tres o cuatro. La cita resume bien por qué los periódicos están donde están, más allá de crisis económicas y cambios de modelo. No supimos ver lo que la red supondría para nuestro oficio. Llegamos tarde a cada nueva etapa, más concentrados en preservar el pasado que en afrontar el futuro. Tan acostumbrados estábamos a decirle a los demás cómo debían hacer las cosas, fueran políticos, deportistas o actrices, que perdimos la capacidad de mirar mucho más cerca. A nuestro producto. A nuestras redacciones. A nuestras debilidades. Nos decían que la Tierra era redonda y durante demasiado tiempo nos empeñamos en que era cuadrada. 

La mayoría de los periódicos españoles han perdido cerca de la mitad de su circulación impresa desde 2007, con caídas similares de publicidad. Internet nos ha dado más lectores que nunca, a la vez que suponía nuestra ruina. Me gustaría decir que conmigo en un puesto de dirección las cosas habrían ido mejor, al menos para mi periódico. Pero es más probable lo contrario. He llegado tarde a todo en tecnología. Fui de los que se reía de los pioneros que en los 90, marginados en una esquina de la redacción de El Mundo, vaticinaban que internet cambiaría el oficio. De los que vio la irrupción digital como una amenaza y no como una oportunidad. El penúltimo en entender que las redes sociales transformarían la forma en la que la gente escogería qué leer y cómo compartirlo.

La última conferencia anual de la Asociación de Editores de Diarios Españoles (Aede) reunió meses atrás a gurús del periodismo con menos visión que la mía, incluso. Una mayoría de ellos hicieron una romántica defensa del papel como futuro soporte para transmitir noticias. Resultaba algo surrealista escuchar a directores de periódico encargados de sacar a sus medios de la crisis reafirmarse en la creencia de que las futuras generaciones mantendrán un modelo que básicamente se resume en cortar muchos árboles, extraer de ellos toneladas de papel, gastarse una fortuna en imprimir las noticias en periódicos y distribuirlos en camionetas a miles de quioscos para llegar a lectores que hoy tiene acceso a esa misma información en su móvil. Otra posibilidad: que el papel vaya muriendo hasta hacerlo del todo, o quedar en producto residual, y que los medios que no hayan encontrado una estrategia digital a tiempo desaparezcan.

La prensa española ha ofrecido durante demasiado tiempo un producto agotado, con un tedioso periodismo declarativo, política sectaria, agendas impuestas por los gabinetes de prensa, partes de tráfico, sucesos de barrio, crónicas nada deportivas, entrevistas a políticos que no tienen nada que decir -pero que vuelven a ser entrevistados dos semanas después-, e informaciones más destinadas a las elites económicas, políticas y periodísticas que a los lectores a los que luego se les pide que paguen por ella. En los tiempos de bonanza y escasas alternativas periodísticas lo hacían. Ya no. En el pozo sin fondo que es internet, donde el lector se ve abrumado por la oferta informativa, el bote salvavidas de la prensa tradicional está en la calidad y el contenido diferenciado. En «la jodida historia», que diría el recientemente fallecido Ben Bradlee.

El otro día asistí como invitado a la reunión de la mañana en The Boston Globe. Ni el director ni ninguno de los redactores jefes entró con un periódico impreso en la mano. No los había sobre la mesa. La reunión la presidía una pantalla gigante en la que se podía ver la página principal de su web, con los datos de tráfico de cada noticia y un análisis del comportamiento de los lectores. Hace tiempo que en el Globe no se habla de papel y web: hay un periódico y de lo que se trata es de hacer el mejor periodismo posible. Cuando los jefes de sección empezaron a ofrecer temas del día, solo se escucharon enfoques diferenciados de la actualidad, historias propias y reportajes en los que se había estado trabajando días o incluso semanas. La redacción estaba vacía, sus periodistas en la calle. Ningún reportero perdiendo el tiempo en trabajos de edición (para eso están los editores). Ningún corresponsal -el Globe utiliza los del New York Times– haciendo refritos de las últimas noticias. Nadie acudiendo a ruedas de prensa ya cubiertas por las agencias o replicando la última nadería del portavoz gubernamental de turno. El objetivo es que el consumidor que compre el diario impreso o acceda a la web -funciona con paywall– entienda que no podrá encontrar la información del Globe en ningún otro sitio.

La buena noticia es que, para los medios que tengan una buena marca, no es tarde para saltar al bote salvavidas. Lamidas las heridas infligidas por la irrupción de internet, asumidos los despedidos de miles de periodistas, los dos grandes desafíos pendientes para la prensa española están en definir su estrategia digital -una en constante evolución: lo que sirve hoy puede ser inútil mañana- y una transformación de los contenidos que rompa definitivamente con la inercia que ha llevado a los medios a confundir sus intereses -y los del poder- con los de los lectores. Eso o esperar a que “pase  la moda de internet”.