Antes de que los aeropuertos fueran transformados en centros comerciales de los que salen aviones, partir tenía su romanticismo. Incluso si mirabas atrás y no había nadie secándose las lágrimas con un pañuelo.
Puede que las terminales fueran más viejas y menos funcionales, pero tenían alma frente al mármol frío, los escaparates pretenciosos y las aglomeraciones antipáticas de estos días. En los aeropuertos más grandes puedes pasar más tiempo tratando de llegar a la puerta de embarque que volando a tu destino. Una vez superados los guardias de seguridad, que te cachean como si acabaras de robarles la cartera, comienza un tortuoso recorrido por tiendas que ofertan naderías sin impuestos, librerías con mala literatura, restaurantes que cobran la Coca-Cola a precio de champaña y turistas que se hacen fotos frente a algún monumento decorativo, sin advertir que se trata del carro de la limpieza. Habrá quien vea una contrapartida en las muestras gratuitas de colonia, pero son tantas, y a la gente le cuesta tanto pasarlas por alto, que llegas al avión oliendo a Chanel Nº5 aunque no quieras. Ahora que el aeropuerto ofrece de todo, uno echa de menos cuando al menos servía para despedirse.
sobre todo librerías con mala literatura
Por favor, no llores tanto. No aguanto las nostalgias tontas. Comparados con los aeropuertos de antaño los de ahora son super agradables y ofrecen servicios que usas o no según te venga en gana. Si te parece cara la coca, toma agua de los bebederos. No olviden que 40 años atrás era prohibitivo viajar en avión. No siento nostalgia por los caballeros de cuello y corbata y las damas emperifolladas para ir de La Habana a Miami a comprar ropa barata. Ahora viajo en bermudas y sandalias y me gusta así. Quieren algo más democrático que el muchachito que voltea McDonalds en Hialeah por $7 la hora, pueda reunir y darse un viaje de ida y vuelta a New York por $250, aunque sea una vez al año. C´mon man!