No pasa el día -el mes, tampoco exageremos- sin que alguien me diga que los periodistas solo damos malas noticias. Suelo responder que si ellos están fatigados de leerlas, más lo estoy yo de contarlas. Harto de cubrir terremotos y tsunamis, revoluciones fallidas, guerras estúpidas, políticos corruptos, niños que se ganan la vida en vertederos y niñas que entregan la suya en burdeles. Cansado, después de tantos años, de que mi éxito profesional dependa de la desgracia de otros y de ser entusiastamente felicitado por mi trabajo cuando ha consistido en relatar la miseria, la crueldad o la pérdida. Así que he tomado una decisión: en adelante solo voy a escribir buenas noticias.

Es más: he decidido que la próxima vez que me dé de bruces con una mala noticia me haré el despistado, como con el vecino cuya conversación se quiere evitar. Quizá me cueste, porque es justo lo contrario de lo que he hecho hasta ahora. Confieso que he perseguido la desgracia ajena. Cuando he ido a la guerra, he buscado la ciudad más bombardeada. En el desastre natural, el pueblo con más víctimas. En la pobreza, a los más pobres. Si eso es ser sensacionalista, lo he sido como el que más.

Todo lo he justificado diciéndome que la historia de un pueblo oprimido merecía ser contada y que era mi trabajo darle la oportunidad de hacerlo. Que si relataba el horror de la guerra quizá ayudaría a comprender su crueldad e inutilidad. Que si denunciaba una injusticia quizá ayudaría a repararla. Pero me dicen que eso ya no se lleva. Las revistas dominicales de los periódicos, antaño plataformas del mejor reporterismo, son hoy una extensión del catálogo de El Corte Inglés. La gurú del nuevo periodismo digital, Arianna Huffington, ha anunciado la creación de un portal que solo publicará buenas noticias. No faltarán imitadores, porque hemos llegado a la conclusión de que los lectores son como niños a los que no se puede enfrentar a la realidad del mundo. Más que informarles, se busca entretenerles. Y para hacerlo nada mejor que el Disneyperiodismo.

Contamos guerras con cuyo sufrimiento es difícil identificarse porque se muestran como si fueran videojuegos -se ven las bombas, no lo que provocan-, historias de países emergentes en los que se ha dejado de incluir a los que se quedan atrás o hambrunas africanas que desaparecen rápidamente de la actualidad, dando la sensación de que el cuento terminó con sus protagonistas felices y comiendo perdices. Ahora que Internet nos permite elegir las noticias que nos interesan, ¿por qué no solo las buenas?

Pongo a prueba mi nuevo acercamiento al oficio en Manila. Mientras paso junto a la barriada de Tondo, me digo que por primera vez no voy a detenerme a ver cómo les va a las 600.000 personas que viven hacinadas en sus nueve kilómetros cuadrados de chabolas e inmundicia. El lugar tiene el olor inconfundible de los lugares sin dignidad. Lo cubre un océano de lodo y mierda. Te hace plantearte que si Dios existe, que diría Woody Allen, más le vale tener una buena excusa. Difícilmente encontrará una para Tondo. Mejor paso de largo y sigo hasta el lujoso distrito de Makati, donde seguro encontraré cosas más positivas que contar. Allí acaban de inaugurar otro centro comercial. Pantallas gigantes cuentan que la bolsa ha subido un 3%. Es probable que algún ministro esté dando una conferencia sobre el éxito de la lucha contra la pobreza… Debe de ser la inercia, porque me desobedezco a mí mismo y me adentro en la barriada de todas formas.

Nada ha cambiado desde la última vez que estuve aquí. Tampoco desde la primera, hace ya más de una década. Me llama la atención una niña cubierta por la negritud de una pequeña mina de carbón. Empieza a cargar piedras de un lado a otro. Llora. Su madre le dice algo. Deja de llorar. Sigue trabajando. No debe de tener más de tres años. Pienso en robarle una fotografía. ¿Solo buenas noticias, recuerdas? ¿Cuándo vas a dejar de amargar el desayuno a tus lectores?

Justifico mi sensacionalismo una vez más: quiero que el lector sepa que la niña de la fotografía existe, que se ponga en su lugar aunque solo sea por un instante y que se planteé el sinsentido de que existan lugares como Tondo. Y si al volver a casa alguien me pregunta cuándo voy a dejar de publicar malas noticias, diré que pronto. En cuanto dejen de formar parte de la realidad y quede un lector con la madurez y sensibilidad para querer conocerlas.

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