Supongo que la mitad de quienes empiecen a leer este artículo no llegarán al final. Muchos dejarán de leerme tras el segundo párrafo, quizá para no volver a hacerlo nunca. Pensarán que he ofendido una de las cosas más preciadas para ellos. Se equivocan. Aunque lo pueda parecer, no es este un artículo sobre religión. Sobre justicia, nada más.

El Papa y miembros destacados de la jerarquía de la Iglesia católica deberían ser investigados, interrogados y, en caso de hallarse indicios de culpabilidad, procesados por un delito de encubrimiento de delitos sexuales. Nada de esto va a ocurrir y es legítimo preguntarse por qué. ¿Por qué la violación de miles de niños en las instituciones de la Iglesia no merece el mismo castigo que si se hubieran producido fuera de ellas? ¿Por qué nadie ha llamado a declarar a los responsables máximos de la institución bajo cuyo tutelaje tuvieron lugar las agresiones? ¿Por qué la política de trasladar a los violadores a otras parroquias, donde repitieron los abusos, es considerada un error de juicio y no lo que es: un delito?

No es este un artículo sobre la Iglesia. Sobre impunidad, nada más. A estas alturas nadie discute que la jerarquía eclesiástica conocía los abusos que se estaban cometiendo. Lo prueban cartas, documentos y testimonios. El Vaticano celebra estos días un simposio en el que ha admitido al menos 4.000 casos de abusos sexuales en los últimos 10 años, una pequeña parte del total de víctimas en más de 20 países. Los obispos aceptan ahora que su respuesta no fue adecuada. No es suficiente. Si yo creara una institución, un colegio o un camping, y profesores contratados por mí violaran a los niños puestos a mi cargo, no estaría cometiendo crimen alguno. Si tuviera conocimiento de que se están produciendo esas violaciones, no hiciera nada para detenerlas y en lugar de denunciarlas protegiera a los autores, sin duda la policía llamaría a mi puerta. El Papa considera que solo debe responder ante Dios y tiene todo el derecho a creer que eso basta. Los demás, católicos o no, tenemos la obligación de exigir que también lo haga ante las víctimas y la ley. La evidencia en su contra incluye una carta en la que pidió que los abusos detectados fueran denunciados directamente a su oficina. ¿Por qué no a la comisaría de policía más cercana, como obligan las leyes de la moral y el derecho?

No es este un artículo sobre la fe. Sobre abuso de poder, nada más. La propuesta de interrogar a los responsables de la Iglesia no es nueva. El recientemente fallecido escritor Christopher Hitchens lo pidió en numerosas ocasiones. También lo han hecho fiscales sin militancia atea de EEUU, Irlanda o Alemania, tras reunir pruebas que indican que el Vaticano organizó una gran operación para encubrir los abusos. La fe no puede ser una excusa para negar la evidencia jurídica o ignorar pruebas inconvenientes. No hay motivo para dudar que Joseph Ratzinger y la mayoría de los cardenales lamentan lo ocurrido y, si pudieran volver atrás en el tiempo, probablemente actuarían de otro modo. Pero no pueden. La justicia dirime actos. Se basa en lo que fue, no lo que podría haber sido. Así debe ser para el ciudadano anónimo, el presidente de un país, el banquero o el mismísimo Papa. El Vaticano debería abrir sus documentos internos a una investigación, colaborar con la policía y permitir que se interrogue a sospechosos como el cardenal Bernard Law, acusado de encubrir las violaciones en Estados Unidos y cobijado por la Iglesia a pesar de la evidencia en su contra. La presunción de inocencia debe ser respetada, al igual que una eventual exoneración. Lo inaceptable es que ni siquiera exista la posibilidad de enfrenar los actos de un hombre, cualquier hombre, al escrutinio de la ley.

Tampoco es este un artículo sobre Dios. Ni es a él a quien se piden responsabilidades. En mis viajes he visto la influencia positiva y negativa que la religión ejerce en los creyentes. Las vidas salvadas por personas que encontraron en él la fuerza para ayudar a los demás. Las vidas perdidas a manos de quienes en su intolerancia no podían aceptar el Dios de otro. No es posible juzgar a la religión o a Dios, pero sí los actos cometidos u omitidos en su nombre. Declararse portavoz de un Dios determinado no exime de ser sometido a las normas terrenales. La Iglesia, que durante siglos se ha atribuido la capacidad de determinar la moral de los hombres, falló estrepitosamente cuando la suya fue puesta a prueba. Decenas de miles de niños han pagado por ello y seguirán haciéndolo durante su edad adulta. Es hora de que quienes tuvieron en su mano impedir los abusos asuman sus responsabilidades. Ante Dios, si así lo desean. Ante la justicia, aunque no.