Como no hablan inglés, no leen la prensa extranjera –la nacional rara vez, según confesión del propio presidente– y tampoco viajan, salvo que no les quede más remedio, nuestros gobernantes no saben hasta qué punto han perdido la batalla de la comunicación exterior frente al separatismo catalán. Tampoco tenemos un presidente que pueda expresarse con un mínimo de coherencia en medios extranjeros o un portavoz articulado que le sustituya en el cometido. La consecuencia es un desastre para la imagen de España, vista en gran parte del mundo como un país antidemocrático que coarta las libertades de catalanes inocentes que lo único que quieren es votar.

Los motivos del fracaso en comunicación son varios, pero el principal es la falta de costumbre. Cuando llevas toda la vida propagando tu mensaje manipulando la información, dando órdenes a comisarios políticos en los medios, quitando y poniendo tertulianos o llamando a directivos de televisión y prensa para cobrarte favores, llega un momento en que no sabes hacerlo de otro modo. Sorpresa: la estrategia no funciona con los medios extranjeros, que salvo excepciones están mostrando una cobertura claramente favorable a los intereses del nacionalismo. 

Y así, mientras Rajoy & Co. repiten los mismos lemas, dirigiéndose siempre a los ya convencidos y dejando que sean otros los que ocupen el relato tanto en Cataluña como en el extranjero, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, escribe sobre la “represión” contra los catalanes en The Washington Post y va adquiriendo estatus de Braveheart para una parte de la prensa internacional. La goleada del nacionalismo en comunicación produce sonrojo, porque viene de lejos y es una de las causas de que el apoyo a la independencia haya pasado del 14% a más del 40% en la última década. De poco servirá parar el independentismo hoy, si en el camino creas otro millón de catalanes que no quieren saber nada de España y el mundo compra la falacia del Estado opresor que lamina los derechos de los catalanes. Parafraseando a Bill Clinton, el gran mercader de palabras: “Es el mensaje, estúpidos”.