Amigos que considero inteligentes me mandan noticias falsas cada poco tiempo. Algunas son tan absurdas, tan fáciles de desmontar, que me queda la duda de si las comparten por error o conociendo su falsedad, simplemente porque refuerzan una realidad superior, la suya, que creen necesario difundir de todas maneras.

Investigadores del MIT acaban de confirmar lo que ya sabíamos: la mentira viaja mucho más rápido y llega más lejos que la verdad. Hasta seis veces más en el caso de las redes sociales. Parece haber algo irresistiblemente encantador en la mentira que nos hace propagarla, agrandarla, retorcerla y volver a compartirla -por si acaso no corrió lo suficiente- sin que a menudo nos paremos a medir sus consecuencias o el daño que puede hacer a terceros. Lo espectacular, sensacionalista y falsamente novedoso es más atractivo y genera más likes, reforzando una vieja contradicción cuyo origen quizá esté en las cuevas del paleolítico.

Mentimos para gustar más.

La mentira compartida nace en su forma más inocente de una negligencia comprensible: no tenemos tiempo ni ganas de hacer un mínimo trabajo de verificación. Otras veces tiene su origen en nuestros prejuicios: favorables y contrarios a la inmigración difundían la semana pasada la versión que más se ajustaba a su ideología en el caso del senegalés muerto en Madrid, sin que a casi nadie le importaran los hechos o lo que dijeran los testigos. Y por supuesto está el miedo, ese gran conductor de infundios que ha mantenido a miles de padres en vilo por el falso rumor de que una banda del Este -el bulo funciona mejor si son extranjeros- andaba secuestrando niños a las puertas de los colegios de Madrid.

Ahora se lleva mucho llamar Fake News al bulo de toda la vida, como si la mentira no fuera tan antigua como el lenguaje, no menos de 400.000 años. No hay más mentirosos hoy que hace cinco, diez o cien años. Simplemente cuentan con aliados que hacen su trabajo mucho más fácil, incluida la tecnología para propagar falsedades y un periodismo, supuestamente el oficio encargado de desenmascararlas, que en países como el nuestro ha renunciado a hacer su trabajo.

Y así, lo falso encuentra hoy una amplia cobertura incluso en los medios que se describen como “serios”. El sectarismo con el que la prensa nacional trata cualquier asunto, replicando una visión de la realidad donde los prejuicios tienen más peso que los hechos, hace que la verdad se esté quedando sin defensores. Los medios viven temerosos de enfadar a audiencias que exigen una reafirmación de sus creencias o pendientes de un público al que hay que enganchar con noticias cada vez más llamativas, aunque no se ajusten a la realidad. Las crónicas de buenos reporteros, que todavía los hay, han pasado a ser medidas por su popularidad, no por su rigor o profundidad. El periodista que antes suspiraba por un Pulitzer hoy se conforma con un buen número de likes, prueba quizá de que salimos de la misma cueva que nuestras audiencias.

El resultado es que la mentira ha encontrado un potente aliado en quienes tenemos el oficio de separarla de la realidad, ofreciéndole una legitimidad de la que carecía. Uno solía ver la competencia entre verdad y mentira como la carrera entre la liebre y la tortuga: la primera tomaba ventaja rápidamente, pero poco a poco iba perdiendo terreno frente a la solidez y determinación de la segunda. Ya no: la liebre, empujada por las redes y el mal periodismo, toma a menudo una ventaja que la tortuga no puede recuperar. La mentira gana con frecuencia, mientras es aclamada desde la grada por un público entregado. A la verdad, en la derrota, le quedan pocos amigos sinceros.