Nada más tomar el poder, Pol Pot decretó el Año Cero en Camboya. La población de las ciudades fue enviada al campo. El dinero abolido. La prensa prohibida. Quienes hablaban un idioma extranjero, tenían ahorros o llevaban gafas, arrestados y a menudo torturados por pertenecer a clases privilegiadas. “Las libertades individuales se supeditan al interés colectivo”, anunciaron los jemeres rojos camino del genocidio que acabaría con una cuarta parte de la población a mediados de los 70.

La frase podría haber salido de la prisión S-21, uno de los centro de exterminio de Pol Pot, y sin embargo está sacada de una pancarta colgada el otro día en una facultad de Barcelona. No me siento capaz de explicar cómo jóvenes con acceso a educación pueden defender hoy ideas que provocaron las mayores guerras, genocidios y horrores del siglo XX. Y lo mismo me vale para los aprendices de Hitler que estos días aprovechan lo de Cataluña, o cualquier otra cosa, para ver si consiguen que lo suyo pase por patriotismo.

Es odio, nada más.  

Quizá Salman Rushdie tiene razón y como decía el otro día hemos regresado a los tiempos de la “ignorancia agresiva”.  Agresiva porque no sólo no se disimula, sino que se pretende imponer al resto. El problema ni siquiera son los pocos idiotas que a estas alturas exhiben su estalinismo o nazismo con orgullo, sino quienes dicen no compartir sus métodos y se muestran comprensivos con sus ideas. La historia está llena de ejemplos de su responsabilidad: la de quienes por cobardía o afinidad miran a otro lado. «Son una minoría», nos dicen quienes aceptan con naturalidad que se pueda tomar una plaza brazo en alto o promover purgas ideológicas en universidades. El odio es tan contagioso, y la capacidad de utilizarlo para manipular tan grande, que un sólo neonazi, un único discípulo de Pol Pot, deberían parecernos demasiados.   

Ahora que se vuelve a escuchar mucho la frase de “no me alegro de que nadie vaya a la cárcel”, yo me alegré ayer cuando leí que un juez había imputado a 13 ultraderechistas por agredir a manifestantes el pasado 9 de octubre en Valencia. La noticia me recordó la escena de la película American History X en la que Derek Vinyard (Edward Norton), un neonazi condenado por el homicidio de dos afroamericanos, sale al patio de la prisión y se da cuenta de que ahí dentro el negro va a ser él. La minoría. El discriminado. Y el que está en peligro. La vida real no siempre produce la redenciones como la de Derek, que termina dejando atrás el extremismo y trata de sacar a su hermano de una banda supremacista, pero supongo que ver pasar los días en una celda ayuda a llegar a conclusiones como la del protagonista de la película. “El odio es un lastre”, dice. “La vida es demasiado corta para estar siempre cabreado”.