Venía escuchando en la radio a un comentarista hablando de Cataluña y repitiendo que, por muy mal que se pusieran las cosas, una guerra civil “era imposible”. Pero las guerras nunca son imposibles. Improbables, lo más. Posibles siempre donde existan la estupidez, la ambición, la codicia y el odio. Y no sé ustedes, pero yo no conozco ningún sitio libre de esas faltas.  

Cubrí guerras civiles en Afganistán, Cachemira, Nepal, Sri Lanka, Filipinas o Timor Oriental. También otras más remotas y olvidadas, en Sumatra o Borneo. En algunos de esos lugares llevaban tanto tiempo matándose que habían olvidado por qué lo hacían. Le preguntabas a alguien dónde prendió la mecha, en qué momento el vecino que te prestaba la sal pasó a querer degollar a tus hijos, y se encogían de hombros. Sólo sabían decirte que habían empezado los otros.

Cada conflicto es diferente, pero todos tienen en común una cosa: hubo un momento en el que demasiada gente subestimó la capacidad del hombre para empeorar las cosas. Y joderlas del todo.

No estuve en la guerra de la antigua Yugoslavia -estaba en la facultad-, pero siempre me fascinó el descenso a la oscuridad de ese lugar relativamente próspero y con una población culta. Las comparaciones entre Cataluña y los Balcanes son exageradas, cierto. Las circunstancias geopolíticas e históricas eran diferentes: allí se sumaron, al veneno del nacionalismo, las rivalidades étnicas y religiosas. Y, sin embargo, aquello era Europa y debería ser una lección, visto que no queremos aprender las que nos dejó nuestra propia guerra civil.  

Los que sienten odio hacia el que piensa diferente en este lío catalán son una minoría, pero hoy son más que ayer. Y, como no hay enfermedad de la condición humana más contagiosa, seguramente menos que mañana. Nada de lo que allí se vive es nuevo: las afrentas inventadas del nacionalismo, el adoctrinamiento en las escuelas, la propaganda, la capacidad de unos pocos para manipular a muchos o la cobardía de quienes llevan años diciendo estar en el lado de los tolerantes, pero nunca se han atrevido a defender la tolerancia. Vieja y minoritaria también es la respuesta rancia y casposa de algunos defensores de la unidad de España, con espectáculos tan bochornosos como esas despedidas de guardias civiles que parten a Cataluña al grito de “a por ellos”, como si fueran a liberar Europa del nazismo.

Quizá sean minoría, pero los fanáticos van ganando. Los buenos se van hartando. Se dan de baja. Miran a otro lado. 

Y van quedando políticos que no hacen otra cosa que promover el enfrentamiento. Periodistas que lo predican a todas horas. Mercaderes de sentimientos que lo explotan, sin otra intención que encender la mecha. Unos lo hacen por ignorancia: no han leído historia y por supuesto no han vivido las consecuencias de un conflicto. Otros saben perfectamente lo que hacen: están convencidos de que la única forma de imponer sus ideas pasa por la eliminación de quienes no las comparten y buscan un escenario en el que eso sea posible. Si las cosas se ponen feas, de esto pueden estar seguros, serán los primeros en salir corriendo. El odio suele ser cobarde.    

Que la mayoría no pertenezca a los bandos más fanáticos no es garantía de nada y termina siendo irrelevante si esa distancia se convierte en pasividad. Una mayoría, en silencio, no es mayoría. Una minoría, gritando más alto y empujando más fuerte, siempre acaba imponiéndose. Las voces de la razón van siendo arrinconadas y llega un momento en el que miras a tu alrededor y no quedan bomberos para apagar el incendio, sólo pirómanos echando gasolina. Fernando Aramburu, que ha escrito en Patria un libro necesario sobre el descenso a los infiernos de una sociedad carcomida por el resentimiento, explicaba bien lo que viene después:  “Cualquier incidente puede generar en tragedia colectiva”.

Haríamos bien en no olvidarlo.