Habrá que aceptar que somos ese país que aplaude a futbolistas evasores, reelige a políticos corruptos y despide con honores a ciclistas dopados. Lo mismo tenemos a la muchedumbre vitoreando a Messi a la entrada de los juzgados, que votamos por el partido que los jueces dicen actúa como una “organización criminal” o despedimos con elogios a Alberto Contador en su retirada como ciclista. Para qué recordar que fue despojado de uno de sus Tours de Francia y de un Giro de Italia por doparse. Para qué recuperar las ridículas excusas con las que trató de encubrir lo que había hecho y que la prensa patria compró con los ojos cerrados. Para qué decir que no fue un digno representante del deporte español y que no puede ser comparado con Nadal, Gasol, Márquez y otros a quienes nadie ha descubierto más atajos que el talento y el sacrificio.

Contador es de los nuestros, así que no importa. El doping lo es menos si lo hace un deportista español. El futbolista puede evadir impuestos si juega en nuestro equipo. El político de mi partido puede robar todo cuanto quiera. Si el compañero copia en un examen en la escuela, halagamos su atrevimiento. Si el vecino paga un 40% de su nueva casa en negro, lamentamos que nosotros sólo diéramos un 30%. Si un amigo se baja un libro gratis en Internet, nos preguntamos cómo fuimos tan idiotas de pagar el nuestro.

Admiramos la trampa. Comprendemos al tramposo. Queremos ser como él. Terminamos siéndolo. 

Los espacios para el juego limpio se han ido achicando y quienes quieren seguir las reglas van siendo empujados a esa encrucijada que define a las sociedades mediocres: sumarse a las trampas o perder. Las ventajas de no tener que convivir con el tramposo en uno mismo, de no tener que mirarse en el espejo sabiendo que lo eres, nos parecen insuficientes. Y así, cada vez son menos los que reúnen el coraje de decir que no, aún sabiendo que perderán. Contador tuvo la oportunidad de jugar limpio en un deporte donde todos hacían trampas. Eligió lo fácil: hacerlas y ganar. Quizá sabía que podía permitírselo y que venía de un país que no sólo se lo perdonaría, sino que un día lo despidiría como un héroe.