La Asociación de la Prensa de Madrid (APM) ha denunciado la intimidación de Podemos a la prensa y los colegas han salido en tromba para sumarse a la ola de indignación. “Intolerable”, dicen con razón sobre el acoso de un partido que no entiende el trabajo de la prensa si no es para engrandecer el culto al líder y sus políticas. Basta haber tratado con ellos brevemente para hacerse una idea de cómo sería su modelo mediático en caso de que llegaran al poder: control férreo de los medios públicos, presión sobre los privados, mucha propaganda y purga de quienes quisieran ejercer su oficio con independencia.

Lo de ahora con el PP, vamos.  

Aún siendo cierto que miembros de Podemos acosan a periodistas incómodos, produce sonrojo la hipocresía de tantos que han callado mientras en los últimos años se llevaba a cabo la mayor campaña de represalias, despidos, vetos e intimidaciones sufrida por la profesión en democracia. David Gistau daba el otro día los nombres de las dos personas que han organizado la efectiva maquinaría gubernamental de triturar periodistas molestos y premiar a los dóciles: la sútilmente implacable vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y la nada sútil secretaria de Estado de Comunicación, Carmen Martínez Castro. No se sorprendan si no ven sus nombres mencionados en campañas en favor de la libertad de prensa. La intimidación, en este caso, ha sido un éxito. La resistencia, escasa. El precio a cambio del silencio guardado por muchos, bajo.

Lo cierto es que resulta más fácil indignarse ante los ataques a la libertad de prensa de Podemos porque sus presiones no ponen (todavía) en peligro el puesto ni la tertulia de nadie. Pero a los desmemoriados nos cuesta recordar una ola de indignación similar ante las purgas llevadas a cabo en RTVE nada más llegar el PP al poder, cuando desde Moncloa se ha pedido la cabeza de compañeros o ante el acoso diario sufrido por quienes investigaban la corrupción (que se lo pregunten a la valiente delegación de El Mundo en Valencia).

Pablo Iglesias y compañía no son más que discípulos aventajados de un sistema donde los partidos no entienden el papel de la prensa en democracia y donde los poderosos saben que eliminar a un periodista incómodo puede salir por el precio de una llamada de teléfono. De una cosa podemos estar seguros: el teléfono seguirá sonando mientras el oficio se defienda de los ataques contra su libertad con la misma hipocresía, interés y amnesia selectiva que hasta ahora.