Hace algunos años encontré en una tienda de recuerdos de Vietnam la fotografía en blanco y negro de una miliciana del Vietcong. Me dijeron que se llamaba Vo Thi Mo y que vivía en una aldea cercana. Me recibió en su casa tumbada en una cama de opio y acariciando un gato siamés. Convertida en una afable jubilada, no quedaba en ella rastro de la feroz guerrillera que tres décadas antes había abatido a más soldados que nadie al frente del Batallón C3 de las tropas comunistas.

Vo Thi Mo me contó que al principio los hombres no dejaban a las mujeres ir al frente. Decían que no servían ni para orinar por encima de la hierba, difícilmente para ayudar a derrotar a la primera potencia militar del mundo. Con el tiempo, demostrada su valía y vivida la guerra en toda su crudeza, serían ellas las que perderían el interés en matar por la patria. Vo Thi Mo me contó el día en que todo perdió sentido para ella: su patrulla se había encontrado con un grupo de marines descansando en mitad de la jungla y, agazapada tras unos arbustos, los apuntó con su AK­47, lista para disparar. En ese momento los soldados rompieron a llorar mientras leían en alto las últimas cartas que sus familias les habían enviado desde Estados Unidos. «No pude apretar el gatillo», me dijo Vo Thi Mo. «Por primera vez les vi como a personas». Unos meses después, la miliciana se encontró con un viejo amor, se casó y se quedó embarazada, dejando las armas para siempre: «Dar vida me pareció más natural que quitarla».

Seguir leyendo en El Mundo