El primatólogo Toshisada Nishida estudió durante años una comunidad de primates de Tanzania y fue testigo de cómo un grupo eliminó a otro a través de un sistemático proceso de invasiones, ataques y emboscadas que se alargó varios años en el tiempo. El premio final por la exterminación del otro grupo, hembras aparte, fue la conquista del territorio. Incluso los negacionistas de la teoría de la evolución verán similitudes con los conflictos de los hombres y su obsesión por las fronteras. Esas líneas con las que tratamos de marcar lo que consideramos nuestro —y agruparnos con quienes consideramos de los nuestros—, siguen siendo las principales causantes de las guerras. Empleamos grandes recursos en defenderlas y ampliarlas. Rara vez aceptamos su demarcación. Miramos con nostalgia a épocas en las que nos eran más favorables y desempolvamos viejos tratados para pedir que sean alteradas a nuestro favor. Y creamos nuevas. Geográficas. Ideológicas. Religiosas. O étnicas.
De entre todas las fronteras, una permanece invariable tal como la describió Solzhenitsin en Archipiélago Gulag: la línea divisoria que separa el bien del mal en la condición humana y que el escritor ruso creía que no pasaba a través de los Estados, ni de las clases sociales, ni tampoco entre los partidos políticos o las ideologías, «sino directamente a través de cada corazón humano». Para evitar cruzar esa frontera interior que nos separa de lo peor de nosotros mismos hemos levantado un muro construido a base de cultura, sociedad civil, educación y leyes. Cuando alguno o varios de esos elementos se debilitan, si la defensa cede, en Phnom Penh o Berlín, Kigali o Sarajevo, el cartero que repartía el correo puede transformarse en el francotirador apostado en la azotea, el vecino de toda la vida en nuestro verdugo, el profesor universitario en propagandista del exterminio y el guerrillero con causa en un asesino en serie.
Texto adaptado de un pasaje de El Lugar Más Feliz del Mundo