De los currículos que he recibido últimamente me ha llamado especialmente la atención uno que apenas ocupaba un folio y tenía una decena de faltas de ortografía. Lo que más me sorprendió no fueron tanto las erratas, sino el hecho de que el recién licenciado que buscaba mi recomendación no hubiera pasado el corrector. “El corrector…”, pensé mientras encestaba sus “aficiones” en la papelera digital. “Solo hay que darle a un botón”. Clic.
La anécdota viene a cuento porque estos días es difícil escuchar una conversación sobre el paro juvenil que no venga acompañada de la coletilla lamentando que estamos ante “la generación mejor preparada” desde la invención de la pizarra. Cuando ocurre al contrario: estamos ante una de las peor formadas, menos dispuestas y más pasivas generaciones de jóvenes que ha conocido este país. Una que, además, y esto ya no es culpa suya, tiene que salir adelante en una España saqueada y empobrecida por quienes debieron haber sido su ejemplo.
Quizá la confusión viene de lo que entendemos por preparación. Porque si hablamos de másteres, cursos y títulos universitarios, muchos de ellos inservibles, sin duda estamos ante una hornada de jóvenes que lo tienen casi todo. ¿Iniciativa? ¿Disposición a dejar la zona de confort personal para tomar riesgos? ¿Interés por marcharse no ya al extranjero, sino a la provincia de al lado? ¿La capacidad de sacrificio que requiere aprender un segundo idioma o iniciarse en la vida laboral? Va a ser que no.
Ya sé que usted tiene a una prima muy esforzada o que su hijo además de estar preparado es muy voluntarioso. Hay gente con grandes méritos que tampoco encuentra trabajo o tiene que emigrar. Pero no hablo de su prima ni de su hijo, ni de esa minoría de jóvenes motivados y con el carácter necesario que sin duda terminarán por abrirse camino, sino de la inmensa mayoría que determinan la futura dirección de un país. He perdido la cuenta del número de padres que en los últimos meses se me han quejado de que sus hijos muestran una absoluta desidia profesional y personal, a pesar de haber recibido lo que sobre el papel es una educación modélica. Igual con amigos que te cuentan de becarios que en su segunda semana de trabajo piden el viernes libre, no vaya a pasárseles el moreno.
¿Qué ha pasado? A veces pienso que tuvimos la fortuna de pasar el corte, antes de que el país entrara en la decadencia moral y educativa definitiva, de la que ahora pagan sus consecuencias los que vinieron detrás. La coincidencia del deterioro de la educación y la emergencia de la telebasura fueron letales para quienes ahora tienen entre 20 y 30 años. Crecieron expuestos al espejismo de la España que iba bien, donde el mérito estaba sobrevalorado, el esfuerzo era para idiotas y el dinero caía del cielo. Después de todo, vivíamos en el país donde los políticos decían que había que ser gilipollas para no ser rico. Y no pocos gilipollas, ciertamente, se forraban.
Lo raro habría sido que con semejantes ingredientes hubiéramos formado a las generaciones de posguerra que levantaron a Japón, Alemania o Estados Unidos para convertirlas en las grandes potencias modernas. Coges mucha telebasura, una cultura mediática que hace del fútbol una cuestión de Estado, universidades inútiles, miles de chavales que ni siquiera entran en ellas porque prefieren poner ladrillos a 3.000 euros al mes, lo aderezas todo con el ejemplo del éxito de la España más golfa y la idea de que un máster te llevará más lejos que la cultura del esfuerzo. Lo remueves bien con una crisis que vuelva del revés las fantasías de políticos que te dijeron que vivías en una gran potencia, donde las oportunidades no había que ir a buscarlas y nunca tendrías que conducir un Clio. Y ya lo tienes: la nueva generación JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Perezosos).