Para comprobar cómo marcha la evolución de la especie nada como detenerse en los capitanes Edward Smith y Francesco Schettino. La última vez que se vio al primero estaba en la cubierta del Titanic, decidido a permanecer en el barco mientras quedara un pasajero por rescatar. Un centenar de años después tenemos que conformarnos con Francesco Schettino, que primero abandonó a toda prisa el Costa Concordia tras encallar en la Toscana y después excusó su acto de cobardía asegurando que se había caído en un bote salvavidas. No son tiempos para héroes, debió pensar el capitano. Y tenía razón.
No importa hacia dónde mire uno, todo lo que encuentra son Schettinos cayéndose a botes salvavidas. Está el banquero que tras contribuir a hundir la economía sigue pagándose suculentos sobresueldos, el político que recorta gastos sociales cuidándose de no tocar el sistema clientelar que mantiene sus privilegios, el fugado sindical que alza la bandera del trabajo para no tener que dar palo al agua o esos millones de Schettinos que hemos asistido a todo con pasividad mientras no nos afectaba.
Resulta presuntuoso hablar de una época que no se vivió, pero me da que la gente solía estar hecha de otra pasta. Se hundía el Titanic y la banda seguía tocando, invadía Hitler y hasta los cobardes se movilizaban al son del “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” de Churchill, se libraba la guerra de Vietnam y la carnicería provocaba algo más que la anestesia con la que asistimos desde hace una década al conflicto en Afganistán. Incluso en España, muerto el dictador y amenazada la transición, se podían encontrar líderes dispuestos a aparcar ideología e interés por el bien común. Ahora, mientras el barco zozobra sin rumbo, la única consigna es “sálvese quien pueda”.
Urge traerse del pasado algo de gallardía, un concepto tan desfasado que antes de escribirlo me he asegurado de que todavía aparece en el diccionario. Aparece: “Esfuerzo y arrojo en ejecutar las acciones y acometer las empresas”. Me sirven igualmente honorabilidad, pundonor o caballerosidad. Y no hablo sólo de señores con traje y sombrero de bombín cediendo el paso a señoras e infantes mientras se hunde el Titanic -los niños fueron apartados a empujones en el Costa Concordia-, sino de un conjunto principios lo suficientemente aceptados y admirados como para imponerse sobre nuestros instintos más primarios.
La última vez que vi algo parecido fue en Japón durante el tsunami. Llevaba días en Fukushima sin ducharme, no había comida y era muy difícil encontrar agua. Cuando al fin, dos semanas después, encontré una tienda abierta, lo primero que hice fue coger todas las botellas que pude. Miré atrás y vi que los japoneses que esperaban su turno llevaban una única botella cada uno. Estaban dejando agua para quienes vendrían después, tan necesitados como ellos. Yo, en cambio, me comportaba como el occidental egoísta que sólo mira por sus intereses. Otro Schettino más.
Durante aquellos días me encontré a cada paso gestos admirables que los japoneses consideraban normales. Vecinos se habían subido a postes para alertar de la llegada de las olas, perdiendo la vida. Supervivientes que esperaban en largas colas para obtener un poco de comida, sin protestar ni lamentarse. Sin empujarse. En mitad del desastre, cuando más lo necesitaban, los japoneses sacaron el capitán Smith que llevan dentro, ése que no termina de aparecer en la España herida. Mientras asistimos al empobrecimiento económico y moral de nuestra sociedad, sacrificando en el camino las esperanzas de toda una generación de jóvenes condenados al paro o el exilio, haríamos bien en mirar atrás -y al este- para buscar algo de la gallardía perdida. Sin ella, será difícil mantenerse a flote.
*Este post es un resumen del artículo que publico en el número especial impreso de la revista JotDown, ya a la venta aquí. Es una joya de coleccionista. Firman Antonio Muñoz Molina, Antonio Orejudo, El Roto, Enric González, Maruja Torres, Santiago Segurola, Soledad Gallego-Díaz, Juan Gómez-Jurado, Mario Conde, Javier Pérez de Albéniz, Javier Espinosa y muchos más.

Solía ser «mujeres y niños» primero. Son otros tiempos: políticos, golfos y aprovechados han decidido salvarse primero y hundir al resto con el barco