La independencia es para el periodista como la virginidad en al menos un aspecto: una vez perdida no se puede recuperar. Por eso nunca entendí a los colegas que declaran públicamente su militancia por un partido, ideología o político y se pasean por las redacciones pretendiendo que no pasa nada. Cuenta a su favor que ejercen en un país sectario, donde definirse es un deber y la independencia está muy mal vista. Se espera que uno revele su afinidad política e ideológica, que te confieses monárquico o republicano, madridista o culé, que digas bien alto si eres de los nuestros o de los otros. Más que por su honestidad o capacidad, al periodista se le juzga por su militancia. 

Las dos Españas están tan presentes en los medios -también-, que la mayoría de los que se dedican a esto han optado por elegir bando, no vayan a quedar marginados por ambos. Una vez dado el paso, ya saben a qué tertulias van a ir, qué periódicos van a reseñar sus libros y qué partido les mandará una cesta por Navidad. El resultado es que los lectores, oyentes o tele espectadores ya sólo esperan de nosotros que confirmemos lo que piensan. Están tan poco acostumbrados a ser contrariados que al menor indicio de independencia nos dan un toque de atención y amenazan con huir a lugares menos contaminados de objetividad. “No puedo creer que mi periódico haya publicado…”. Oiga, que el periódico no es suyo, ni su función masajear su respetable parecer.

Uno creía que los que nos dedicamos a la información internacional éramos inmunes a todo esto, pero tampoco. Da lo mismo que escriba del genocidio de Camboya, la dictadura de Corea del Norte o el tsunami de Japón, los comentarios empiezan tratando de lo que uno ha escrito y al poco degeneran en enfrentamientos sobre política doméstica. Los que creen haber leído entre líneas que eres de su cuerda te felicitan. Los otros te insultan. Ni se plantean la posibilidad de que no seas de nadie.

Una prensa de trincheras es de esperar en un país donde partidos, jueces e instituciones se empeñan en prolongar las afrentas de sus abuelos. Jóvenes que por razones obvias no vivieron la Guerra Civil -y que tampoco han leído nada sobre ella- se siguen definiendo como “rojos” y “fachas”. Los periodistas debemos preguntarnos de qué forma contribuimos a perpetuar esa división cuando renunciamos a contar la realidad, creando una que casualmente siempre coincide con la del bando que hemos apadrinado. Renunciar a la independencia es en definitiva una decisión personal de cada medio o periodista y sería injusto no reconocer que hay una minoría dispuesta a pagar el precio que haga falta por mantenerla. Lo mínimo que se puede exigir a quienes toman el camino contrario es que además no pretendan poseer el don de la restitución virginal. En el periodismo, como en la vida, hay cosas que sólo pueden entregarse una vez.