Días después de que El Mundo estrenara su portada en formato sábana para la edición de los domingos, en septiembre de 2015, recibí la carta de un lector cabreado. El sobre contenía la primera página hecha trizas y un breve comentario sobre los cambios: “Vuelvan ustedes a ser un periódico serio”. Recibí la misma carta de protesta, sin remitente y con la portada del domingo troceada, todas las semanas mientras fui director del periódico. Lástima que todas fueran anónimas, porque me habría gustado explicarle al remitente el porqué de aquella apuesta -la portada como gran escaparate de nuestras mejores exclusivas, reportajes, diseños y fotografías- y agradecerle el paseo dominical al quiosco, a pesar del disgusto.    

La crisis de la prensa habría terminado hace tiempo si un 1% de quienes ponen a parir a los periódicos los compraran o leyeran, como mi querido lector cabreado. Pero estamos en el país donde todo el mundo se queja de la corrupción, antes de pagar parte de la casa en B; la telebasura tiene récords de audiencia, sin que nadie la vea; y la prensa es una mierda para brigadas de tuiteros que no se gastarían la propina del café en estar mejor informados. A veces es difícil no estar de acuerdo con Enric González: lo peor de nuestra prensa son sus (no) lectores.

Luego observas lo que está pasando en Estados Unidos y sólo puedes sentir envidia. Resulta que desde que allí ganó las elecciones un tipo que no cree en la prensa, ni en nada que pueda ejercer un control sobre su necedad, los periódicos viven una ola de suscripciones como no se recordaba. Cientos de miles de personas que han decidido que es el momento de apoyar el periodismo, conscientes de que como dice el nuevo -y a la vez tan viejo- lema del Washington Post: “La democracia muere en la oscuridad”.

Se dirá que allí los diarios tienen mejor calidad e incluso más principios, y ambas cosas son ciertas, pero aquí mejorarían si sus finanzas dependieran más de los lectores y menos del favor del IBEX o la campaña publicitaria del gobierno regional de turno. La pregunta es si existen en España suficientes lectores que quieran un periodismo independiente o les importe. Esto es: lectores con la capacidad crítica para afrontar una verdad incómoda, en lugar de esperar de la prensa un masaje reafirmante de lo que ya piensan; lectores a quienes les importe el rigor, y estén dispuestos a apoyar a medios que quieren invertir recursos en reforzarlo; lectores convencidos de que en un país tan carcomido por la corrupción y el clientelismo como el nuestro, donde el poder lleva años asediando al Estado de Derecho en busca de impunidad, la prensa es un pilar fundamental de la democracia.

Si existen esos lectores, ¿dónde están?    

Cada vez que se dan las cifras de caída de venta de ejemplares de los periódicos, y las últimas continúan siendo deprimentes, se obvia que gracias a internet esos mismos diarios no han tenido nunca tantos lectores como ahora. Simplemente, una abrumadora mayoría de ellos no parecen estar dispuestos a pagar por la información que consumen. Los motivos son muchos: la falta de visión que llevó a los periódicos a regalar sus contenidos en sus inicios digitales, un déficit cultural que nos sitúa a la cola en lectura entre los países desarrollados, la escasa tradición democrática o el deterioro de un oficio del que se esperaba que vigilara el sistema, no que se convirtiera en parte de él.  

Pero la excusa de los errores cometidos por la prensa tradicional -sin duda yo sumé unos cuantos a la cuenta- no es del todo válida, porque la balanza de diarios como El Mundo se inclina claramente del lado de sus aportaciones y porque, además, empieza a haber alternativas digitales que buscan un periodismo de calidad a pesar de la falta de medios. 

Lo que no encuentran ni unos ni otros son suficientes suscriptores como mi querido lector cabreado. Esperé todas las semanas su carta para confirmar que a pesar de lo irritante que le resultaba el nuevo diseño de los domingos, seguía encontrando motivos suficientes para comprar el diario y maldecirlo. Supongo que pensó que, a pesar de sus errores y contradicciones, las faltas cometidas por los duendes de la imprenta y las opiniones no compartidas, los periódicos son proyectos necesarios en su imperfección. Para confirmarlo basta con imaginar quienes celebrarían con más entusiasmo su defunción.