Durante algún tiempo recorrí escuelas coránicas de Afganistán, Pakistán o Indonesia, movido por mi incapacidad para entender el terrorismo islámico. Había cubierto para El Mundo atentados en los tres países y entrevistado a sus víctimas. Quería saber qué llevaba a alguien a ponerse un cinturón de explosivos, entrar en una discoteca y masacrar a personas de las que no conocía nada y que nada le habían hecho.

Encontré una respuesta en Al Mukmin, un centro javanés donde padres sin recursos dejaban a sus hijos para que recibieran una formación islámica. Todo se podía explicar en una palabra: miedo. Más allá del Corán o la virtud, lo que se trataba de inculcar a los alumnos era miedo. Miedo a Occidente, que según los maestros quería destruir su comunidad. Miedo a los estadounidenses, que buscaban ultrajar a sus madres y hermanas. Miedo a todos los que no fueran musulmanes, que conspiraban para aplastar su religión. Poco a poco, aquellos chicos -no había, por supuesto, niñas- aprendían a deshumanizar al enemigo imaginario. Y así hasta que, convertido en algo real, su eliminación dejaba de ser un crimen para considerarse un acto heroico. El niño había sido transformado en terrorista.

La eficacia del adoctrinamiento quedaba demostrada en el hecho de que la mayoría de los participantes en la masacre de Bali, donde murieron más de dos centenares de personas en 2002, hubieran estudiado en la escuela Al Mukmin. No había improvisación en los esfuerzos por levantar aquella fábrica de extremistas, pero sí ideología. Totalitaria, en su determinación de imponer su religión al resto del mundo; racista, en la creencia de que estaban tocados por una pureza inalcanzable para otros creyentes; y fascista, en su ambición de consolidar un poder absoluto donde la razón debía someterse a los líderes, hasta el punto de entregarles la vida. Estos organizaban los atentados suicidas, pero nunca se presentan voluntarios para el martirio. El paraíso, para ellos, siempre podía esperar.

Precisamente porque es una ideología, y se transmite desde la infancia, el islamofascismo es tan difícil de erradicar. En los últimos años se ha alimentado de las guerras, las desastrosas intervenciones en Irak, Afganistán o Siria y las frustraciones de una primavera árabe que nunca fue. Pero también del avance de lo que Salman Rushdie describe como «una versión paranoica del Islam», que culpa de todos los males a los infieles, aísla sus comunidades herméticamente para que no sean «contaminadas» y busca alterar los valores de sociedades que desprecia.

Ningún país puede evitar que un extremista conduzca un camión contra una multitud. Es imposible asegurar todos los centros comerciales, bares o lugares públicos de una ciudad. Nadie puede garantizar que no habrá más atentados. Lo que está en manos de los países golpeados por el terror, más allá de la persecución de los autores y los «cerebros» intelectuales de las masacres, de cortar su financiación y el apoyo hipócrita que Occidente ha ofrecido a Estados que alimentan su ideología, es convencerles de que no tienen ninguna posibilidad de ganar. Tampoco de alterar las sociedes que atacan o sus principios.

Mientras París se encontraba en estado de sitio y ciudadanos franceses eran acribillados en la sala Bataclan, en noviembre de 2015, se dio orden de desalojar el Estadio de Francia. Los espectadores lo hicieron cantando ‘la Marsellesa’, su forma de decirle a los autores de los atentados: sois muy poca cosa frente al pueblo que redactó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789; vuestros iluminados resultan insignificantes en el país de Juana de Arco, de Gaulle, Pasteur o Voltaire; los crímenes de los que tan orgullosos os sentís son incapaces de alterar las bases de la República. «Podéis hacernos daño, sí, pero no tenéis ninguna posibilidad de ganar», parecían cantar los franceses en su marcha triste y orgullosa. Y esa es la realidad: no pueden.

*Texto adaptado del artículo Lo que el terror nunca podrá lograr (El Mundo 15/11/2015).