Hasta ahora creía que haber estado en un lugar significaba que siempre estaría allí. Más o menos cambiado. Más o menos expoliado. Quizá inmune al paso del tiempo y la fealdad de los hombres. Pero seguiría en el sitio donde lo dejé y podría volver a él. Aceh, sin embargo, no está dónde la dejé. ¿Qué fue de la aldea de pescadores donde paré a comer hace cuatro años? ¿El mercado donde regateé con aquel anciano desdentado? ¿El barrio donde entrevisté en la clandestinidad a uno de los rebeldes? Mientras avanzo por la costa de Sumatra hacia el sur, atravesando lugares donde es difícil imaginar que haya existido vida, siento como si alguien hubiera apretado un botón y todas las memorias de mi primer viaje estuvieran siendo borradas ante mí. Han desaparecido los sonidos, los paisajes y las gentes que podrían ayudarme a recordar.

A mí alrededor, la nada más absoluta.

Un fuerte olor a podrido me golpea cada poco tiempo. Es otra fosa común indicando que efectivamente aquí hubo una aldea y vivía gente. Las excavadoras recogen los cadáveres a montones y los arrojan como si fueran desperdicios. Cien, mil, dos mil muertos. Hay tantos que no puede esperar a enterrarlos sin poner en riesgo la salud de los vivos. Quienes no encuentren a sus desaparecidos enseguida, ya no lo harán nunca.

En Lambada, donde vivían 2,600 personas, Hamdani busca entre los escombros los cuerpos de su mujer, su hija de un año, sus padres y  sus cuatro hermanos.

-¿Por qué no a mí? –pregunta mientras va recogiendo, una a una, las piedras de lo que fue su casa–. ¿Por qué no me llevaste a mí también?

Casi todas las víctimas han sido mujeres y niños, ahogados mientras los hombres faenaban en alta mar. Cuando terminaron su jornada, los pescadores se extrañaron de no encontrar el camino de regreso a casa. ¿Dónde estaban los puntos de referencia, las ciudades, pueblos y edificios de la costa que solían guiarles de vuelta? Finalmente dieron con su pueblo. Se bajaron de sus barcos. Cayeron sobre sus rodillas. Buscaron a sus mujeres e hijos entre los escombros. El mar, que se lo había dado todo durante generaciones, se lo había quitado en un instante.

La mayoría de los supervivientes cuentan su historia sin dramas y, sorprendentemente, sin lágrimas. Días atrás he visto en Tailandia a madres suecas llorar amargamente la pérdida de un hijo. A una joven adolescente caer en el histerismo cuando en el hospital le comunicaron que sus padres se habían ahogado. Lágrimas como gotas de lluvia caían de los ojos de un niño que llevaba colgado un cartel al cuello pidiendo ayuda para encontrar a sus padres. Las mismas tragedias, en Aceh, apenas se lloran. ¿Es posible que los años de guerra hayan hecho más dura a su gente? ¿Hay menos compasión en ellos? ¿O es su llanto interior y en Occidente nos hemos vuelto excesivamente melodramáticos, tras décadas delegando nuestra educación sentimental en Hollywood? Tendrían que pasar siete años, y volver a cubrir una tragedia similar, durante el Gran Tsunami del Pacífico que golpeó Japón en marzo de 2011, para que comprendiera el pudor oriental ante la pérdida y me reafirmara en la idea de que no se puede medir la tristeza en función de nuestra capacidad para exhibirla. Que puede haber el mismo o más dolor en el silencioso luto oriental.

No todo se ha perdido en Lambada. En mitad de un infinito océano de escombros, una edificación permanece en pie: la mezquita. Lo mismo ha sucedido en otras ciudades y pueblos. La explicación más razonable es que fueron construidas con materiales mucho más resistentes que las miles de casas levantadas con cuatro maderas y arrastradas por las olas como si fueran de juguete. Para los locales, sin embargo, la resistencia de las aljamas es la prueba definitiva de que el tsunami ha sido un castigo de Dios. Puteh, a lomos de cuya motocicleta recorro las zonas arrasadas, asegura que nada de esto habría ocurrido si la gente no se hubiera desviado de los principios del Islam. Mi joven guía trabaja como funcionario del gobierno local, pero tiene tiempo para acompañarme porque estos días no hay nada que administrar. Los edificios oficiales, la oficina de correos, el consistorio y las comisarías de policía han dejado de existir. Los bomberos, aparte de rescatar supervivientes, buscan a sus compañeros desaparecidos. Los reporteros del diario local Serambi, cuya redacción ha quedado anegada, terminan sus crónicas pidiendo a sus colegas que den señales de vida. Los políticos intentan localizar a sus compañeros de partido. Los médicos a otros médicos. Y todos a sus familiares. Aceh ha sido reducida a eso: un lugar donde todo el mundo busca a todo el mundo.

La casa de Puteh se ha salvado del impacto del mar porque está situada varios kilómetros hacia el interior. Al anochecer, espera que envíe mi última crónica al periódico y busca mi conversación alrededor de té.

-Aceh había dejado de ser pura, los hombres bebían alcohol y las mujeres  vestían indecorosamente –dice intentando que dé por buena su teoría sobre el castigo divino–. Por eso ha sido destruida. Para que empecemos de cero desde la virtud y la pureza.

No quiero molestar a mi anfitrión, pero le digo que si realmente es un castigo, la causa probablemente no fueron las cervezas que se tomaron a escondidas un grupo de adolescentes o los besos furtivos que se daban los jóvenes enamorados en los parques.

-¿Entonces?

-Tal vez haya sido por la guerra.

-Sí, también nos ha castigado por eso.

Me gustaría decirle a Puteh que en Los Ángeles o Barcelona las mujeres son más libertinas y los hombres beben más. Preguntarle por qué iba Alá a castigar a la más devota población musulmana del país y no a la desenfrenada Yakarta, que cada noche se quita el velo para transformar su caos en fiesta. Recordarle que la mayoría de los muertos son niños que no habían tenido tiempo de pecar y difícilmente merecían escarmiento, menos aún uno irreversible. Pero tampoco tienes una explicación alternativa, más allá de la mala fortuna y las limitaciones de la predicción sísmica. Quizá por ello siempre he detestado cubrir desastres naturales. No se trata solo de la tristeza de la pérdida o la desolación de la destrucción, sino de la falta de esa explicación con la que el periodista busca dar sentido a lo que cuenta. En la guerra, las revueltas o las crisis económicas, siempre hay un origen, uno o varios responsables, una razón que llevó de A a B. En los terremotos o tsunamis pasas semanas contando la desgracia de miles de personas y te marchas sin haberle encontrado una razón. Simplemente, ocurrió.

Tú mismo vives como un refugiado. Llevas semanas sin ducharte. Comes lo que puedes. Apenas duermes. Y trabajas 18 horas día. ¿Vas a quejarte? ¿A quién, si las personas de las que estás escribiendo lo ha perdido todo? Ni tus frustraciones profesionales ni tus incomodidades importan a nadie. Te reprochas haber pensado si quiera en ellas. Con el paso de los días los cadáveres dejan de impresionarte. No quieres, pero te has acostumbrado a la muerte. Y es entonces, cuando te has fundido con la nada y te sientes parte de ella, despojado de todas tus vanidades y superficialidades, que desde la redacción te anuncian que tienes luz verde para volver a casa.

-Buen trabajo –te dicen, recordándote que el tuyo es el único oficio por el que puedes ser entusiastamente felicitado cuando ha consistido en contar la miseria, la crueldad o la pérdida.

***Se cumplen 10 años del tsunami del Índico que costó la vida a cerca de 230.000 personas. Este es un pasaje de mi libro El Lugar más feliz del mundo en el que cuento mi experiencia cubriendo la tragedia****

Foto David Jiménez

Foto David Jiménez