Poco antes de entrevistar al Dalai Lama, mi colega del Toronto Star Martin Regg me advirtió que el líder tibetano hablaba por los codos y que debía interrumpirle si quería sacar algo de provecho. “Hombre”, pensé. “Es el Dalai Lama”. Cuando sus respuestas parecían eternizarse, derivando en discursos ya conocidos, recordé el consejo y empecé a interrumpir con un “perdone, su Santidad…” que a mí me sonaba cercano a la blasfemia y en realidad no era más que una regla básica del periodismo. Empeñarse en que el entrevistado responda a lo que se le pregunta y no lo que le venga en gana.

Me acordé de la anécdota al ver la entrevista que Ana Pastor le hizo a Pablo Iglesias en El Objetivo. Los afines al líder de Podemos se sintieron ofendidos por la actitud de la periodista, que tuvo la descortesía de buscar con insistencia respuestas concretas a su programa. Hasta ahí podíamos llegar, ni que el entrevistado aspirara a presidir el país y conocer sus planes fuera relevante.

En una sociedad tan de trincheras como la española, la reacción era previsible y parecida a la que se vivió cuando tiempo atrás la misma periodista importunó con sus preguntas a María Dolores de Cospedal, secretaria general del PP. Distinto bando, mismo cabreo. Que Cospedal siga en su puesto y Ana Pastor perdiera el suyo en TVE dice mucho del estado del país. De su política. Y de su periodismo.

En esto de las entrevistas, hay quienes prefieren la escuela Jesús Hermida, que en su entrevista del año pasado al entonces Rey Juan Carlos parecía que iba a darse de bruces con el suelo en una de sus reverencias, ninguna acompañada de una pregunta de interés. O las que se cocinan nuestros politiquillos en los medios públicos -y no pocas veces en los privados-, donde cada respuesta es un mitin y cuando responden eso de “me alegra que me haga esa pregunta”, se alegran de veras.

Ana Pastor es una rareza necesaria entre tanto cortesano del periodismo, quizá porque aprendió hace tiempo la regla básica del maestro del género, Jeremy Paxman: “Preguntar lo que un espectador con una inteligencia media querría que preguntara”. Y no una vez, sino las que hagan falta. El periodista de la BBC inquirió 12 veces seguidas al alcalde de Londres para que dijera cuánto iba a costar una nueva flota de autobuses, no tuvo problema en acorralar al primer ministro Tony Blair -envidia: en la cadena pública- y no se cortó al preguntar a Berlusconi si era cierto que había llamado a Angela Merkel “infollable culo grasiento”. Si no le gusta la pregunta, tengo otra: la misma.

Nuestros políticos, en cambio, están tan acostumbrados a que les pregunte la versión periodística de su abuela, que cuando salen fuera, y les hacen entrevistas de verdad, no saben qué responder. Memorable el momento en que Carmen Chacón dejó plantado a un periodista de la BBC que le preguntó en 2007 por la posibilidad de que España viviera un pinchazo de su burbuja inmobiliaria. Hasta ahí podríamos llegar, ¿qué podría tener que decir la ministra de Vivienda del problema de la Vivienda?

Quizá si le hubiéramos hecho la pregunta a Chacón y a sus predecesores con insistencia, en España, una y otra vez hasta encontrar una respuesta, al país le habría ido mejor. Quizá si le hubiéramos preguntado repetidas veces a Felipe González si cree decente cobrar de empresas sobre las que reguló como presidente, José María Aznar no habría tenido la desvergüenza de hacer lo mismo. Quizá si hubiéramos preguntado a los banqueros-políticos qué estaban haciendo con el dinero que los ahorradores depositaban en sus cajas, no habrían podido alargar la estafa hasta que era demasiado tarde. También podríamos esperar a después de las elecciones para preguntar a Pablo Iglesias qué plan tiene para el país, o a Rajoy por qué no cumple el suyo, pero uno prefiere que haya alguien que lo haga ahora y que repita la pregunta. Doce veces, si hace falta.

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