España produce “canallas, delincuentes, demagogos y cobardes en relación desproporcionada a su población”, que diría el difunto Reinaldo Arenas. Pero como los científicos no han encontrado aún un gen español que determine nuestra propensión al engaño, habrá que concluir que la putrefacción nacional tiene otras causas. Culturales. Políticas. Educativas… El resultado es un país tan podrido moralmente que una parte de su clase política no tiene inconveniente en saquearlo mientras miles de familias son embargadas, toda una generación de jóvenes es condenada a la precariedad o el exilio y nuestra infancia se sitúa en niveles de pobreza de naciones que llamamos subdesarrolladas. Y, claro, dan ganas de decir que son unos grandes hijos de puta. 

El problema es que el español los ha votado con una fidelidad que solo concede a su equipo de fútbol, cavando una trinchera lo suficientemente honda como para no ver a quién entregaba su voto o qué se hacía con él. Si la primera vez que los políticos se apropiaron de la televisión pública sus votantes les hubieran enviado la señal de que les parecía inaceptable, los siguientes no habrían hecho lo mismo. Si tras el primer ataque a la independencia judicial se les hubieran parado los pies, hoy no dependeríamos de unos pocos magistrados valientes para limpiar el país. Si se hubiera castigado electoralmente a los socialistas que saquearon Andalucía o a los populares que hicieron lo mismo con Valencia, sus colegas en Parla o Valdemoro no habrían recibido el mensaje de que también ellos podrían salirse con la suya. Al insultarles, habría que matizar el improperio parafraseando a Roosevelt: “Tal vez sean unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta”.

Y ahora, ¿qué? ¿Cómo adecentar un país en el que su presidente envía mensajes de apoyo al tesorero de su partido tras descubrirse que tiene millones de euros ocultos en Suiza, sin que pase nada? ¿Un país donde una ministra puede seguir en su cargo tras demostrarse que su familia formó parte de una red corrupta de la que se benefició personalmente, sin que pase nada? ¿Un país donde concejales y empresarios mantienen redes mafiosas para repartirse el dinero público, sin que casi nunca pase nada?

Las causas culturales de la corrupción requieren una transformación del sistema educativo y de valores que llevaría décadas, en el improbable caso de que se decidiera poner fin a la fiesta. Mientras llega ese día, la única forma de salir del fango -o al menos sacar una pata- pasa por expulsar de las instituciones a los partidos que las han corrompido, votando solo a nuevas formaciones que lleven en su programa medidas concretas de regeneración. Los principales partidos han tenido tres décadas para reformarse, ¿todavía hay alguien que crea que tienen intención de hacerlo?

Vote usted a Podemos. A Vox. A Ciudadanos… Todo menos enviarle a los partidos de siempre el mensaje de que no importa lo que hagan, siempre podrán contar con nuestro “voto útil”, que se ha mostrado como el más inútil de todos. Decía Reinaldo Arenas que la ventaja de vivir en democracia es que, aunque también te den una patada en el culo, al menos no tienes que aplaudir. ¿Y si dejamos de aplaudir?

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