Mi vuelo con destino a Chicago llevaba un retraso de seis horas y una vez en mi asiento la azafata anunció una hora adicional de espera. Me dio tiempo a leerme la revista de la línea aérea, el folleto de seguridad del aparato, un formulario con una oferta de una tarjeta de crédito -¿quién no necesita endeudarse un poco más?- y hasta el catálogo de productos duty-free, con su fascinante colección de naderías. Al llegar a la sección de relojes, uno me llamó la atención: “El Reloj de la Felicidad”, se anunciaba. Utilizando estadísticas y algoritmos varios, cruzando los datos con mi historial médico, prometía calcular cuántos años, meses, días, horas e incluso segundos me quedaban de vida, iniciando la cuenta atrás.

Tic-toc, tic-toc, tic-toc…

Lo primero que pensé es que la línea aérea debería hacerme un descuento, ya que me acababa de robar siete horas, pero luego recordé que las líneas aéreas, como los bancos y las funerarias, operan en negocios donde el cliente siempre pierde. El Reloj de la Felicidad se me antojaba como un producto sumamente deprimente, a pesar de que se ofrecía con gran optimismo. La literatura publicitaria incidía en los beneficios de tener en la muñeca, 24 horas al día, un recordatorio de la necesidad de apreciar el tiempo que nos queda y vivirlo al máximo. “Aprovecha el día, sigue a tu corazón y sé feliz”, insistía. Fácil, ¿no?

Por segunda vez en el mismo día me recordaban ese detalle de la vida, tan igualitario e irremediable, que es la muerte. Por la mañana había leído un extracto del libro No Aprendemos Nada, de Tim Kreider, donde el autor cuenta cómo después de haber sobrevivido a una puñalada en el cuello no conoció la infelicidad durante un año. Ya saben: esa idea que tanto repiten los que han estado cerca de irse al otro barrio de que tras esa experiencia traumática valoras hasta las cosas más pequeñas, te dejas de tonterías y vives cada momento como si fuera el último. Lo excepcional del texto de Kreider es que admitía que, pasado ese año de completa felicidad, había vuelto a perder el tiempo con las miserias de siempre y se sentía tan insatisfecho como de costumbre. “Es una de las perversidades de la psicología humana que solo nos damos cuenta de que estamos vivos cuando nos acordamos de que vamos a morir”, escribe Kreider.

Las ventajas de saber cuándo te llegará la hora

Las ventajas de saber cuándo te llegará la hora

El Reloj de la Felicidad me volvía a recordar que la cuenta atrás había comenzado. Que de hecho empieza desde el mismo momento en que venimos al mundo. Y que posiblemente hubiera gastado la mitad de mi tiempo, no siempre de la manera más sabia. Aunque la publicidad no lo decía, supongo que su verdadera utilidad era impedir que pasáramos más tiempo del estrictamente necesario con imbéciles, o al menos con quienes nos lo parecen. Aconsejarnos que no tiene sentido perderse en rencillas tontas y discusiones que no llevan a ninguna parte. Insistir en que probablemente la empresa no se merece esas dos horas extras de trabajo (y la gente que nos importa sí). Que es preferible perder una hora en un atasco para encontrarse con un viejo amigo que para pasar la tarde en el centro comercial. Mirando atrás, no me resultaba difícil pensar en las muchas ocasiones en las que también yo había malgastado mi tiempo.

Decidí no comprar el Reloj de la Felicidad -la línea aérea no iba a hacerme el descuento y tenía dudas sobre sus capacidades futurológicas-, pero no importaba porque había cumplido su cometido. Atrapado en un avión que no despegaba, desperdiciando el día con 300 extraños y siendo alimentado con almendras por las azafatas, sentí la irresistible tentación de levantarme del asiento y, cual Scarlata O’Hara, anunciar a gritos mi nueva resolución: “A Dios pongo por testigo que no volveré a perder el tiempo en gilipolleces”.

PD: Salvo que no me quede más remedio.

Seguir en Twitter                  Facebook                       Subscribirse al blog