No es la melena. Tampoco Podemos, el pegadizo nombre de su partido. Ni siquiera su capacidad de oratoria o su carisma, aunque Pablo Iglesias es infinitamente mejor comunicador que cualquiera de sus rivales. Los tertulianos de la derecha son arrojados al plató como si fuera el foso de los leones y él los devora sin despeinarse, incluso cuando le abandona la razón o tropieza en la contradicción. Pero tampoco es la debilidad de los oponentes su gran secreto. El verdadero secreto de Pablo Iglesias es haber entendido que en un país cada vez más inculto y superficial, donde toda una generación ha sido educada en la telebasura y el griterío, el héroe moderno nace en horario de máxima audiencia. Era cuestión de tiempo que España produjera una versión masculina, culta y política de Belén Esteban. 

Pablo Iglesias no necesita besar niños en mítines políticos ni debatir en el parlamento. La izquierda habría preferido encontrar a su nuevo Mesías en la mina o el exilio francés, pero resulta que bastaba con mirar bajo la alfombra de Telecinco. Cuenta el príncipe de la televisión que hasta las señoras del PP le paran por la calle y uno tiende a creerle, porque no hay sectarismo político que no pueda curar un selfie con famoso.

Unos dicen que su programa es un cuento de hadas y el camino más rápido hacia la ruina. Otros que revolucionará el país y terminará con la casta que lo hundió. El problema para Iglesias es que, fuera del plató, todo sigue siendo España. Las rencillas partidistas, las envidias y el sectarismo ya están germinando en la organización, cuenta la prensa. Los abrazafarolas se arriman al proyecto. Le seguirán las puñaladas por la espalda y las batallas internas por subir un puesto en la lista o pillar un cargo con dietas. Lástima que la vida no sea solo eso, televisión y circo.