Love. Rotura. Ventaja. Muerte súbita. “No puede ser casualidad que el tenis utilice el lenguaje de la vida”, dice Andre Agassi en su autobiografía, Open, una de las mejores que haya escrito un atleta. Él lo sabe bien porque, a pesar de ganar 60 títulos y llegar a ser el mejor en su deporte, su historia se lee como un serial de derrotas. Tantas que, cuando la actriz Brook Shields le pide el divorcio, el tenista estadounidense trata de salvar su matrimonio con la desesperación de una bola de partido. No porque crea que merezcan la pena, su relación o su mujer, sino para evitar “una nueva derrota”.

El tenis es un deporte brutal. Cuando se lo dices a la gente que no conoce la competición, te miran incrédulos. ¿Qué puede ser tan duro en pasar el día ejercitándose, visitando Montecarlo, Nueva York y Melbourne, ganando una fortuna y firmando autógrafos? Lo cierto es que, con los desequilibrios en premios, solo una pequeña elite en lo más alto se gana bien la vida. El resto malviven en un deporte que no permite, ni siquiera a los grandes campeones, saborear los triunfos. No importa que hayas ganado el domingo, el lunes estarás cogiendo en un avión a otro lugar para evitar perder puntos, defender un título, proteger tu puesto en el ranking. Y, en los recesos, entrenando para no perder el tren. Once meses al año. Cada día.

El tenis ha sido diseñado, desde su interminable calendario a ese marcador que utiliza la terminología de la vida, para mayor gloria de la derrota. Y, como es una disciplina individual, ésta duele más: no la puedes compartir con tus compañeros de equipo. A nadie salvo a ti puedes responsabilizar de ella. Es tuya y de nadie más. Su amargura dura más, mucho más, que la alegría de la victoria, dice Agassi. Cuando el tenista vaga por la pista como el boxeador a punto de ser noqueado, hablando consigo mismo y buscando con la mirada al entrenador o al padre, a alguien que le ayude, se está enfrentándose a la soledad de la derrota. Es la capacidad de superar ese miedo lo que convierte al perdedor en ganador, al jugador desconocido en campeón, al campeón en leyenda. Y a leyendas en Roger Federer o Rafa Nadal.

Agassi solo superó el miedo a perder al final de su carrera, tras varias retiradas, experiencias con las drogas y una vez empezó a apreciar un deporte que había odiado desde niño. La pista donde aprendió a jugar, construida por su padre en el jardín de su casa de Las Vegas, era para él una cárcel donde fue obligado a pasar su infancia. La máquina tirapelotas con la que entrenaba un “dragón” que le provoca pesadillas nocturnas. Su entrenador en Florida, ya en la adolescencia, un tirano contra el que sentía la necesidad de rebelarse. Durante gran parte de su carrera se sintió tan infeliz que, cuando finalmente alcanza el número 1 de la ATP, tras una juventud de sacrificios, años de entrenamientos que destrozaron su cuerpo e incontables relaciones personales truncadas, llega a la conclusión de que no ha merecido la pena. Recibe la llamada de un periodista que le pregunta qué se siente desde la cima. “Nada”, se dice a sí mismo ante de dar una previsible respuesta sobre la recompensa del sueño logrado. “No siento nada”.

Yo, al contrario que Agassi, sí quise ser tenista. Mientras mis compañeros de escuela soñaban con ser futbolistas, mis fantasías me llevaban a la final de Roland Garros. Amigos de la infancia, como Alex Corretja o Sergi Bruguera, las hicieron realidad. Los que carecíamos de su talento o determinación perdíamos más a menudo, y cada derrota iba poniendo nuestros sueños en perspectiva. Tendrían que pasar muchos años para que, al repasar mis mejores fracasos deportivos, comprendiera lo mucho que me habían ayudado en la vida. El desengaño amoroso, la decepción en el trabajo o la traición del amigo lo son menos cuando te has familiarizado con la derrota y has dejado de temerla. Si has aprendido a soportarla. Cuando, sin darte cuenta, haces tuya la cita de Samuel Beckett que Stanislas Wawrinklleva tatuada en el antebrazo: “Siempre lo intentaste. Siempre fallaste. No importa. Inténtalo otra vez. Falla otra vez. Falla mejor».

Quizá me gusta el tenis por encima de deportes de equipo como el fútbol porque esconde una lección que se puede aplicar a casi todo lo que hacemos: en tu mano está decidir cómo envías la pelota al otro lado, no cómo te la devolverán. Lo único que puedes hacer es prepararte lo mejor posible para recibir el siguiente golpe. ¿Golpe, he dicho? No puede ser casualidad que el tenis utilice el lenguaje de la vida.

Texto publicado en JotDown

Alguno de los cinco soy yo (se admiten apuestas). El primero por la derecha es Alex Corretja, que llegaría al top ten de la ATP. Imagen tomada en el Club de Tenis La Salud de Barcelona, en 1981 (creo).

Alguno de los cinco soy yo (se admiten apuestas). El primero por la derecha es Alex Corretja, que llegaría al top ten de la ATP. Imagen tomada en el Club de Tenis La Salud de Barcelona, en 1981 (creo).