Tras dos viajes a Corea del Norte y 15 años informando del país, he perdido la capacidad para sorprenderme ante el absurdo totalitario de un régimen que impone a sus ciudadanos qué pensar, dónde vivir, en qué trabajar o cuándo postrarse ante las estatuas de sus líderes. Permanece, eso sí, el asombro ante la capacidad de sus dictadores para hacer amigos más allá de su Reino Hermético. En lugares como España, por ejemplo.    

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