Un señor de la guerra estaba dando una rueda de prensa en un colina de Tora Bora y los periodistas nos arremolinábamos a su alrededor junto a decenas de curiosos. Se escuchó un sonido seco y al girarme vi a un afgano barbudo con gesto aterrorizado y a la periodista estadounidense que acababa de abofetearle señalándole con el dedo: «Si me vuelves a pellizcar, te llevas otra». Era 2001 y una nueva generación de reporteras de guerra estaba empezando a abrirse camino en un mundo dominado por hombres, ignorando el paternalismo de sus jefes y desmintiendo a quienes creían que para hacer periodismo en el frente se requerían grandes dosis de testosterona.

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