Hace algún tiempo se creó en las redes sociales el Club de los Buitres, un foro de reporteros que recibe su nombre de una cita de Joao Silva, el fotógrafo del ‘New York Times’ que perdió las piernas en Afganistán en 2010. «Desde fuera es fácil que nos tomes por buitres, cuando nos ves caminando entre charcos de sangre y cadáveres para captar esa imagen perfecta…», dice Silva sobre la percepción que mucha gente tiene de los reporteros de guerra, prestos a aprovecharse del dolor ajeno a cambio de dinero, fama o reconocimiento profesional.

¿Dinero? Algunas crónicas desde el frente se pagan estos días a 70 euros frente a los 70.000 que puede reportar agazaparse frente al apartamento de un famoso a la espera de su amante secreta. ¿Celebridad? Lejos quedan los tiempos en los que se podía buscar en guerras que cada vez importan menos, durante menos tiempo, a menos gente. ¿Reconocimiento profesional, entonces? Javier Espinosa está considerado uno de los mejores del mundo desde hace tiempo y Siria había dejado de aportarle nada profesionalmente. Y, sin embargo, regresó una y otra vez hasta que fue secuestrado el pasado 16 de septiembre.

Tiene que importarte mucho la gente sobre la que escribes para volver al frente donde estuviste a punto de perder la vida unos meses antes. Tienes que ser muy bueno para haber contado un conflicto durante tres años sin robarle un párrafo de protagonismo a quienes más lo sufren. Tienes que estar muy convencido de que tu trabajo consiste en dar voz a quienes no la tienen, asumir que no eres más que su altavoz, para «caminar entre cadáveres» mientras la atención del mundo está en último partido de fútbol o la boda social del mes.

Javier se disgustaría si viera todo lo que hemos escrito sobre él. Pensaría que le estábamos restando espacio a los más de 120.000 muertos de la guerra siria, a los refugiados que viven uno de los mayores éxodos desde la II Guerra Mundial o a la denuncia de esos gobiernos que se hacen la guerra en tierra ajena, que así de cobarde se ha vuelto el mundo. Tampoco Ricardo García Vilanova, Marc Marginedas, James Foley y el resto de periodistas secuestrados en Siria se sentirían cómodos al verse protagonizando titulares. Están hechos de la misma pasta: la del reportero que no busca ser noticia, solo transmitirla.

Es por eso que Javier y todos los demás hacen tanta falta. Mientras no estén, no pueden contarnos que también en esta guerra son los civiles quienes terminan pagando los juegos de poder de tiranos, cínicos y fanáticos. En su ausencia, no pueden describirnos cómo se vive bajo el azar de las bombas, el dolor de los heridos operados sin anestesia o el coraje de los héroes anónimos que tratan de mantener un halo de luz en mitad de la oscuridad. Sin sus fotografías y crónicas, a los demás nos cuesta más despertar de nuestra indiferencia acomodada.

El reportero que ha conocido la guerra sabe que, como describía Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag, la frontera que separa el bien del mal no pasa a través de países, clases sociales, religiones o partidos políticos, sino «directamente a través de cada corazón humano». Y que al otro lado de esa frontera se encuentra un lugar donde el carpintero, el taxista o el vecino de toda la vida pueden transformarse en el delator en el genocidio, el torturador impasible o el secuestrador de periodistas que, como Javier Espinosa, están dispuestos a caminar entre cadáveres para que los demás les prestemos atención.

Periodistas como Javier no vuelven a la guerra por dinero, fama o reconocimiento. Para él es un acto de lealtad. Hacia las personas que dejó atrás en sus viajes anteriores, las comunidades que siguen siendo bombardeadas, los heridos desatendidos, las madres que han perdido a sus hijos y las que temen perderlos en la próxima ofensiva. Es, ante todo, un compromiso personal con los civiles que todavía resisten. «Te rompen el corazón», dice de ellos Joao Silva.

***Artículo publicado en El Mundo

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