Quise viajar a Hiroshima después de leer una noticia breve en el periódico. Contaba que los últimos hibakusha, o víctimas nucleares, se estaban muriendo, llevándose a la tumba los únicos testimonios directos del ataque nuclear. Muy pronto, no quedaría nadie que pudiera relatar en primera persona lo que había sucedido. Ahora que sus voces se iban apagando, las nuevas generaciones no podrían escuchar lo que tenían que decir. Si todo pasaba a ser explicado por estadistas, historiadores y políticos, si lo despojábamos de las personas, haciendo lo posible por olvidar los momentos en que habíamos cruzado la frontera interior que nos separa de lo peor de nosotros, ¿no estábamos condenados a repetirlos, una y otra vez? Sentía la urgencia de encontrar al mayor número de hibakusha que pudiera. Quería llenar un bloc de notas tras otro con sus testimonios. Anotar todas sus memorias sobre el día que no amaneció.

Hiroko Hatakeyama: «El día que cayó la bomba me encontraba en el colegio de primaria Nagatsuka, situado en una zona relativamente poco afectada. Había cumplido seis años. Nuestra casa estaba situada en la autopista de salida de la ciudad y una muchedumbre trataba de huir por la carretera con el cuerpo abrasado, muchos de ellos completamente desnudos y sedientos. «Agua, agua», pedían. Nuestra casa se llenó de heridos y muchos murieron en el salón. Por el día tratábamos a los afectados con aceite, intentando calmar sus quemaduras, y por la noche quemábamos los cadáveres de los muertos junto al río. Mi hermano llegó moribundo tres días después. Tenía la boca negra y la piel quemada. El dolor era tan intenso que no podíamos siquiera tocarle. Murió en brazos de mi madre y marchamos a enterrarlo cuando empezó a llover. No sabíamos que era lluvia radiactiva y durante días dejamos que nos mojara. El barrio no había sido golpeado directamente por la bomba, pero por alguna razón fue el más afectado por la «luvia negra» posterior. Empezamos a enfermar. Durante muchos años traté de ocultar que era una víctima del ataque nuclear: supongo que tenía miedo a ser rechazada. Ni siquiera mi hija lo supo hasta que la aparición de un cáncer y mis posteriores problemas de salud hicieron imposible esconder la verdad por más tiempo. Me casé y tuve una hija que nació completamente sana a pesar de mis temores. Nunca imaginé que el problema vendría más tarde, cuando nació mi primer nieto. Sufrió graves deformaciones y me sentí culpable. Después vino el segundo, también con problemas, y el mundo se derrumbó para mí.»

LUGARFELIZResoluciónBajaCon cada entrevista que hacía a los hibakusha, mi remordimiento aumentaba. Era una sensación extraña, porque yo no había nacido cuando se lanzó la bomba y no era ni estadounidense ni japonés, así que no podía considerarme ni remotamente responsable de lo ocurrido. Pero al igual que me sucedía cuando visitaba la cárcel donde se había exterminado a los camboyanos durante el genocidio o en la guerra, no conseguía distanciarme del todo de quienes sí habían participado directamente. Por mucho que me esforzara, no podía verles como simples «monstruos» o «animales». Eran personas, como yo.

Mientras recorría el Museo de la Paz de Hiroshima, deteniéndome en las imágenes de las ruinas y la agonía de los supervivientes, me sentía cada vez más incómodo en mi piel, y bastaba mirar a quienes me rodeaban para saber que les pasaba algo parecido. Al salir me encontré a un anciano sollozando. Me acerqué a ver qué le pasaba. Era un veterano estadounidense de la II Guerra Mundial, que había venido acompañado por su mujer.

—¿Cómo pudimos? —repetía—. ¿Cómo pudimos?

A su alrededor, varios japoneses trataban de consolarle.

***Pasaje de mi último libro: El lugar más feliz del mundo***