Viajando por Camboya, hace 15 años, descubrí un pueblo en el que cada casa había sido transformada en un burdel donde se vendían niñas. Uno de ellos tenía la Habitación Rosa: en ella se podía abusar de vírgenes de entre 7 y 12 años. Durante los siguientes años, ni siquiera en la guerra volví a ver un lugar más infame y desolador. Esta es la historia de mi regreso al pueblo prostíbulo y lo que me he encontrado allí (os sorprenderá). Es uno de los relatos de mi nuevo libro, El Lugar Más Feliz Del Mundo, desde hoy a la venta. 

Uno de los primeros reportajes que escribí al llegar a Asia me llevó hasta Svay Pak, un pueblo prostíbulo de las afueras de Phnom Penh, en Camboya. Cada vivienda había sido transformada en un burdel y al caminar por la avenida principal las puertas corredizas de los garajes se abrían a mi paso, dejando al descubierto niñas enfundadas en llamativos trajes de charol y embadurnadas del carmín con el que habían sido disfrazadas de mujeres. Un cartel en la entrada pedía el uso de preservativos y los establecimientos competían por atraer al mayor número de clientes ofreciendo a las chicas más jóvenes. Uno de los prostíbulos era conocido como La habitación rosa, donde los traficantes vendían vírgenes de siete a 12 años a quienes estuvieran dispuestos a pagar entre 500 y 1.000 dólares.

Mei, una adolescente vietnamita desdentada y delgaducha, atendía una media de siete clientes al día. Al terminar su jornada, la encerraban en una habitación situada en la parte trasera del burdel, donde los propietarios guardaban también dos monos atados con cadenas.

—Son mis únicos amigos —me dijo Mei.

Tenía 15 años y la madame solo pedía cinco dólares por pasar la noche con ella. El valor de las niñas descendía con cada abuso, hasta que eran desechadas y reemplazadas por otras. Seis meses después de su llegada, Mei estaba demacrada. Muy pronto no valdría nada a los ojos de sus captores, los clientes o una sociedad que estigmatizaba a las niñas prostitutas. Su futuro estaba en las habitaciones de carretera, donde las desahuciadas eran ofrecidas por un dólar la hora hasta que contraían sida y regresaban a sus aldeas para dejarse morir.

En ninguno de mis destinos como corresponsal, ni siquiera bajo

la bruma de la guerra, volvería a encontrarme con un lugar que concentrara las desviaciones de la condición humana como Svay Pak. La explotación del débil, la ausencia absoluta de compasión, la violación de la infancia y la impunidad de hacerlo sin tener que temer las consecuencias —policías y políticos también esperaban su turno en los burdeles— se mezclaban para crear una atmósfera de insoportable decadencia. Cuando creías que el lugar no podía hacerse más irrespirable, los relatos de las niñas lo conseguían.

La mayoría había sido vendida por sus familias.

Ni la pobreza ni las heridas recientes del genocidio camboyano podían justificar la existencia de un lugar como Svay Pak, conocido como K11 por la distancia que lo separaba de Phnom Penh, pero ayudaban a explicarlo. Cuando se habla del Holocausto asiático se cuentan los muertos: 1,7 millones. Se relatan los abusos: miles ejecutados por llevar gafas, hablar un idioma extranjero o ser propietarios de un negocio. Se recuerda la ruina económica: Pol Pot, el Hermano Número 1, abolió el dinero y castigó cualquier iniciativa privada. Pero rara vez se menciona que el más prolongado efecto de aquella limpieza ideológica fue la destrucción de la estructura familiar y el orden moral que permite a una sociedad diferenciar el bien del mal. Si adolescentes habían sido obligados a ejecutar a sus propios padres para mostrar su fidelidad a Pol Pot, si se había torturado por los motivos más nimios, si se habían evacuado las ciudades y condenado a la hambruna a poblaciones enteras, ¿por qué no iba a ser aceptable vender una hija al prostíbulo del barrio o al extranjero dispuesto a pagar 20 dólares por ella?

Han pasado 15 años desde mi primera visita a Svay Pak y la aldea presenta el mismo aspecto descuidado de entonces. La calle principal sigue sin asfaltar, la basura sin recoger y las casas, destartaladas, sin reformar. Pero esta vez las puertas correderas de los garajes no se abren a mi paso y los chulos no se acercan arrastrando su oferta del brazo. Uno de los burdeles es ahora una escuela, otro ha sido transformado en un gimnasio de boxeo y el mayor de todos, donde las menores eran expuestas y desnudadas ante los clientes, ha sido convertido en un taller de ropa. Niñas que eran obligadas a prostituirse zurcen camisetas que son empaquetadas, enviadas a Estados Unidos y vendidas a adolescentes de su misma edad, pero con vidas muy diferentes. 

Las denuncias de periodistas y ONG llevaron finalmente al Gobierno camboyano a prestar atención a lo que estaba pasando en Svay Pak. Una de las primeras redadas tuvo lugar en 2003, en un edificio decrépito situado al final de la avenida principal. El burdel tenía un recibidor, dos baños y nueve cubículos sin ventanas, de dos metros de ancho por dos de largo, cada uno con un pequeño camastro de madera sin colchón. Todas las habitaciones eran idénticas salvo la número 9, cuyas paredes habían sido pintadas de rosa. La habitación rosa, la de las vírgenes.

La habitación rosa de Svay Pak, donde se abusaba de las niñas, es hoy un museo contra el olvido.

La habitación rosa de Svay Pak, donde se abusaba de las niñas, es hoy un museo contra el olvido.

Un cartel en la fachada del edificio anuncia que el prostíbulo es hoy la Casa de Rahab, un refugio para menores nombrado en honor de la prostituta que según los textos bíblicos vivió en la Tierra Prometida y ayudó a los israelíes a capturar la ciudad de Jericó. Los muros que separaban las habitaciones han sido demolidos para hacer sitio a una escuela, las paredes pintadas para borrar huellas del pasado y los proxenetas sustituidos por activistas sociales. Solo la habitación número 9 permanece tal como fue encontrada: las paredes rosas, el camastro donde las víctimas esperaban la entrada de su violador y el autorretrato dibujado por una de las niñas durante su encierro, todo conservado en un museo contra el olvido.

Las niñas que solían ser vendidas en La habitación rosa son ahora mujeres que en muchos casos han rehecho sus vidas. Mien, explotada durante años, trabaja en uno de los talleres textiles, se ha casado y se dispone a formar una familia. Chang, una joven vendida por su madre en dos ocasiones, se matriculó en un curso de pastelería y tiene entre sus clientes al rey de Camboya. O Nary, una de las últimas en llegar. Tiene ocho años y al ver al pastor presbiteriano Don Brewster se agarra a sus piernas con fuerza, negándose a soltarse.

—Vamos, vamos, ya está bien —dice el religioso apartándola—. ¿No es increíble? Esta chiquilla fue violada y sufrió abusos desde los cuatro años, pero vuelve a confiar en los hombres. Eso es lo que hacemos aquí.

La redada de 2003 fue el comienzo de la ofensiva de un grupo de misioneros estadounidenses por transformar Svay Pak. Se instalaron en el pueblo y ocuparon locales utilizados como burdeles, a menudo pagando alquileres con los que los proxenetas no podían competir. Persiguieron en motocicletas y con cámaras de vídeo a los pederastas que venían buscando relaciones con menores, enviando a algunos a la Jungla Blanca, la prisión donde había entrevistado a varios de ellos.

Al principio, Brewster y su organización, Agape International Missions, chocaron con
la realidad del país. Los detenidos lograban eludir condenas sobornando a los jueces, los burdeles manipulaban los certificados de nacimiento de las niñas, haciéndolas pasar por mayores de edad, y las que eran rescatadas volvían a ser reclutadas a los pocos días, porque no tenían un oficio alternativo con el que mantener a sus familias. El tráfico sexual estaba tan enraizado en la comunidad que los niños no crecían queriendo ser futbolistas o abogados. La imagen del éxito eran los proxenetas que cruzaban el pueblo en ruidosas motocicletas, exhibiendo el respeto y el dinero que se habían ganado con el tráfico. Si el salario medio de un camboyano no llegaba a 50 dólares al mes, ellos ganaban 5.000. El misionero neoyorquino, que se había instalado en Svay Pak con su mujer, Bridget, entendió que nunca lograría acabar con los abusos mientras las víctimas fueran estigmatizadas y sus explotadores glorificados. Fue así como surgió la idea de darle a los jóvenes de la aldea una alternativa que pudiera competir en prestigio: convertirlos en boxeadores profesionales.

Una imagen de Jesús haciendo flexiones con la Cruz a la espalda adorna la fachada de lo que también fue un burdel. Es el Gimnasio del Señor y a primera hora de la tarde se ha llenado de jóvenes saltando a la comba, golpeando con sus puños un viejo saco de arena y recibiendo las instrucciones de Bird Somkhan, una de las leyendas del boxeo tailandés en Camboya, donde suma 285 victorias y 15 derrotas. Su objetivo es convertir a los traficantes de Svay Pak en campeones, gota de sudor a gota de sudor.

—Venir a entrenar me aleja de los malos pensamientos —dice Bunyan, un joven de 18 años que dejó la calle hace un mes y prepara su primera pelea—. Si lo hago bien, espero poder ganarme la vida honradamente.

El programa, en su tercer año, ha empezado a dar sus frutos. De la veintena de muchachos que se han unido al gimnasio, siete de ellos están compitiendo en peleas profesionales que se televisan en directo. El resto tienen garantizada una bolsa de 30 dólares por combate, 50 si ganan. Atrás quedan los días en los que recorrían las casas de la aldea ofreciendo dinero a las familias a cambio de que entregaran a sus hijas o esperaban a que salieran del colegio para llevárselas de todas formas. El pastor Brewster no esconde que su idea ha supuesto tener que perdonar y dar una oportunidad a quienes menos la merecían. Pone el ejemplo de Sokunthy, un pandillero de 19 años que introdujo a decenas de niñas en los burdeles de Svay Pak, incluidas sus dos hermanas. A una de ellas la violó él mismo.

—Le dijimos que odiábamos lo que había hecho pero que Dios le perdonaba —dice el pastor—. Empezó a entrenar en el gimnasio y hoy es un hombre cambiado. Gracias al poder del rezo y el trabajo del Espíritu Santo, no ha vuelto a hacer daño a más niñas.

Svay Pak es un lugar infinitamente mejor que el que conocí en 1999. Que los misioneros hayan encontrado en su fe cristiana las fuerzas para transformarlo es secundario. Pero hay algo familiarmente incómodo en el proselitismo con el que prestan una ayuda que recuerda a los religiosos cristianos y musulmanes que había encontrado en desastres naturales, donde aprovechan el momento de debilidad de los damnificados para convencerles de que tienen un Dios a su medida. El pastor Brewster y sus compañeros de congregación no solo se proponen terminar con el tráfico sexual, sino convertir al cristianismo a la población mayoritariamente budista de Svay Pak. Aceptar a Jesús como salvador es una de las exigencias del programa de rehabilitación. Se instruye a las víctimas en una religión de la que no conocen nada y se espera de ellas que con el tiempo ayuden a difundirla. Aunque uno prefiere la asistencia que se ofrece sin esperar nada a cambio, ni siquiera afinidades religiosas, los habitantes de Svay Pak parecen aceptar un trato que les da la oportunidad de rehacer su comunidad. El tráfico sexual persiste, pero en menor medida. Nuevos burdeles han abierto en las afueras del pueblo, cada poco tiempo desaparece alguna niña y turistas sexuales siguen acercándose hasta aquí preguntando por menores. Los voluntarios de la Casa de Rahab los ahuyentan o les dicen que les enviarán una a la habitación de su hotel, mandando en su lugar a la policía con la esperanza de que no acepten sobornos. Los vecinos de Svay Pak son conscientes de que, sin los misioneros, todo volvería a ser como antes.

Antes de marcharme, he preguntado por las niñas que en mi primer viaje se descubrían en la avenida principal, tratando de atraer a los hombres que visitaban su pueblo prostíbulo. Hoy deben ser mujeres de entre 25 y 35 años. Nadie parece conocer su paradero. Los vecinos dicen que algunas volvieron a Vietnam para tratar de rehacer sus vidas. Otras enfermaron de sida en una época en la que Camboya no tenía acceso a las medicinas que podían salvarlas. La mayoría fueron revendidas a prostíbulos de Tailandia y China, su valor reducido a un puñado de dólares. El burdel donde conocí a Mei permanece cerrado y vuelve a ser una vivienda particular. Me parece reconocer en la anciana sentada en la entrada a la madame que 15 años antes atendía a los clientes, pero no puedo estar seguro. Su rostro se ha acartonado y ha perdido varios dientes. La mujer asiática mantiene un extraño pacto con el diablo que hace que se mantenga joven por más tiempo que la occidental. A cambio, la vejez le llega de golpe. Un día la piel que se ha mantenido tersa se arruga, el cuerpo se encorva y los huesos se debilitan. El pacto se rompe. Le pregunto si recuerda a la niña prostituta que vivía en la parte trasera de la casa, con dos monos.

—Hace mucho tiempo que se marcharon todas —dice.

 Me gustaría pensar que el Dios del pastor Brewster llegó a tiempo de salvarla y que empezó una nueva vida, lejos de aquí.

***Extracto del libro El Lugar más feliz del mundo****