Cada vez que escucho a alguno de mis paisanos catalanes comparar su situación con la de pueblos como el Tíbet, imagino cómo sería si fuera cierto. El presidente de la Generalitat viviría exiliado en los Alpes, no existirían el parlamento, la policía autonómica o ninguna de las instituciones que tan cómodamente colocan a los miembros de la casta política local. Una llamada a medianoche supondría la visita de los agentes de la Oficina de Seguridad Pública y la desaparición de un hijo o una hermana entre acusaciones de subversión.

No, Catalonia is not Tibet.

Tampoco Kosovo antes de su independencia. Si lo fuera, la Diagonal estaría atascada por filas de tanques, en lugar de coches llevando al trabajo a los que todavía tienen uno. Las comunidades española y catalana vivirían en guetos separados, tras décadas de resentimiento mutuo, y miles de barceloneses estarían cruzando la frontera con Francia para huir de las ofensivas militares lanzadas por Madrid.

No, Catalonia is not Kosovo.

Hay quienes aseguran que Cataluña vive la situación del Sahara Occidental, donde Marruecos lleva décadas haciendo trampas para evitar la celebración de un referéndum. Los catalanes tuvieron oportunidad de votar a favor o en contra del modelo territorial. Y lo hicieron: un 90% a favor en 1978. Aunque todo indica que el apoyo a la Constitución sería hoy mucho menor, y en un escenario de respeto a las reglas ahora inexistente se podría volver a preguntar, la población del Sahara Occidental nunca ha tenido esa posibilidad y miles de exiliados, desaparecidos, asesinados y encarcelados no la tendrán nunca.

No, Catalonia is not Western Sahara.

CataloniaCoverCataluña es una de las regiones del mundo con más autonomía, donde una parte de la población quiere independizarse de España y otra no: dos propuestas legítimas que deberían poder defenderse sin manipulaciones. Lemas como “Freedom for Catalonia”, discursos sobre la España que oprime y acusaciones de saqueo por parte de la dictadura de Madrid suponen una ofensa hacia los pueblos que realmente sufren falta de libertad, están oprimidos y son expoliados por dictaduras. Cubrí muchos movimientos separatistas como corresponsal y jamás vi uno con menos legitimidad que éste, dirigido por fanáticos y llevado adelante en contra de la voluntad de, al menos, la mitad de la población.

La realidad es que si un 90% de los catalanes quisieran la independencia, como ocurre en el Tíbet y sucedía en Kosovo, no habría Constitución ni leyes capaces de evitarlo. El problema de los independentistas es que, no teniendo esa mayoría, han buscado compensar el déficit patriótico con las trampas, la manipulación, la propaganda, la subvención para comprar voluntades y la marginación del discrepante, en un intento de intimidarlo y callarlo.

Catalanes y españoles tienen suficiente en común para vivir juntos, incluidos políticos tan parecidos en su ramplonería y mediocridad que cuesta pensar que puedan pertenecer a países diferentes. Mi nada científica encuesta, sumando la opinión de cada catalán con el que me encuentro, me dice que la mayoría no quieren romper completamente con España, sino un vínculo político y económico diferente que debería poder negociarse. Y, sin embargo, es posible que sea tarde. En la Cataluña en la que nací y viví mi infancia no existía el resentimiento de estos días. Ni familias rotas por la política. Tampoco la intolerancia que hoy todo lo pudre. Madrid tiene su responsabilidad en que hayamos llegado hasta aquí, pero ésta es una victoria buscada sin descanso sobre todo por el nacionalismo: dejar heridas lo suficientemente abiertas para que tarden en curarse, con la esperanza de que nunca lo hagan.

*Actualizado 11/09/2017