Cuando publiqué mi primer libro hubo amigos que me preguntaron quién lo había escrito de verdad. Descartaban que pudiera ser el mismo tipo con el que recordaban haber abandonado algún bar en peor estado que George Clooney tras su juerga en Abierto hasta el amanecer. La decepción de los cercanos me confirmó que Reinaldo Arenas tenía razón: a los escritores es mejor leerlos desde la distancia, pero no conocerlos personalmente “porque se pueden sufrir terribles desengaños”.

La cita del autor cubano es anterior a Internet, cuando aún se mantenían ciertas distancias y los lectores se conformaban con una firma en la Feria del Libro. Estos días quieren una amistad en Facebook, compartir fotos de las vacaciones y consejos para su aniversario de boda. Socializar un poco, vamos. Debe de haber poetas que no salen de casa por temor a decepcionar a los fans, que esperan ser saludados con un soneto.

Kapuscinsky sostenía que para ser buen periodista hay que ser buena persona, pero nada indica que sea una condición indispensable para producir buena literatura de ficción. Incluso antes de este despelote social del escritor, nos enteramos de que Tolstoi maltrataba a su mujer mientras terminaba Ana Karenina. Los lectores de García Márquez han visto como a lo largo de los años el Nobel colombiano prefería la compañía de Fidel Castro al compromiso de defender la libertad de los cubanos. Vargas Llosa tiene su lista de ridículos, incluido aquel surrealista intento de llegar a presidente del Perú. ¿Y quién iba a decir, leyéndole, que Günter Grass escondía un pasado nazi?

La culpa de tanto desengaño no es de los autores, sino de los lectores que se empeñan en identificarlos con el más virtuoso de sus personajes, olvidando que solo una personalidad compleja puede producir la mejor literatura. Ya saben, alejada de las simplezas de un mundo dividido en buenos y malos. Seguramente Tolstoi pudo escribir Guerra y Paz porque ambos mundos convivían en su interior. ¿Conocerle en bata y zapatillas, botella de vodka en mano, en una dacha rusa? Probablemente habría llevado a uno de esos “terribles desengaños” de los que hablaba Arenas.

Uno sabe lo que es descubrir que uno de sus autores de cabecera no es lo que le gustaría. Hace ya algunos años que Ángel Fernández Fermoselle, el editor de Kailas, me introdujo en la excepcional obra de Mo Yan, el último premio Nobel de Literatura. El autor chino es un señor afable y tímido, simpático incluso. Ah, y miembro del Partido Comunista Chino (PCCh) que manda a miles de personas a campos de reeducación, ejecuta a más presos que el resto del mundo junto y censura a cientos de compañeros de oficio de Mo, cuando no los encierra en celdas de aislamiento.

La víspera de su discurso en la Academia sueca preguntaron al premiado chino por la supresión de la libertad de prensa en su país y vino a decir que eran cosas que pasaban en todos lados. ¿Es posible que un escritor capaz de escribir obras maestras como La Balada del Ajo no vea la diferencia entre China y España, donde uno puede poner a parir a su presidente (aprovecho: Rajoy me parece medio lelo) sin pasar 20 años en un gulag? Yo creo que no es posible, así que solo puedo concluir que Mo guarda silencio sobre los abusos del régimen chino por afinidad ideológica, interés o cobardía, no porque lo tenga todo dicho en sus libros como alega. Cuando le escucho me tienta la idea de quemar sus libros en la hoguera, pero luego recapacito y me digo que tomarse la literatura de forma tan personal solo tiene un pase en la adolescencia. Prefiero la distancia que me permite seguir leyendo a mi autor favorito, ese gilipollas.

*Artículo publicado en la revista JotDown