La Luz. La Oscuridad.

Una imagen de la península coreana tomada de noche por un satélite. El sur aparece iluminado, como un árbol de navidad, con puntitos brillantes aquí y allá. Son las oficinas, los karaokes, los salones de las casas alumbrados, las autopistas, las calles iluminadas, las familias alrededor del televisor. La Luz. Al norte del paralelo 38, nada. Un inmenso cuarto oscuro. Y dentro, sus habitantes. La Oscuridad.

Si se pudiera hacer el viaje, cruzar caminando de un lado a otro, sería un trayecto increíble. Un norcoreano podría andar 50 metros y avanzar un siglo. Un surcoreano podría caminar la misma distancia y dar marcha atrás a otra época.

La Oscuridad: campos de concentración, culto enfermizo al líder, totalitarismo y represión. La Luz: libertad, con sus defectos.

Por eso me cuesta tanto entender que cada vez que escribo de Corea del Norte un buen puñado de lectores se me indignen y se erijan en defensores de lo que aseguran es un estado oprimido por el capitalismo, el último rincón puro del comunismo, el paraíso de la igualdad. El tirano de Pyongyang, Kim Jong-un, se sorprendería de la cantidad de amigos que tiene por el mundo. Ninguno, por supuesto, dispuesto a pedir que le hagan un sitio en una  comuna norcoreana. Su ignorancia es una ofensa para las 24 millones de personas que viven atrapadas en esa cárcel-Estado. No comprenden que cuando se habla del Reino Hermético no se trata de ideología, sino de dignidad humana. Que allí no hay comunismo, sino fascismo. Que el país no lo dirige un gobierno, sino una secta. Que no hay igualdad, sino monarquía hereditaria. Que no hay felicidad, sino miedo. Que Corea del Norte es el rincón más oscuro de la tierra. EL MÁS OSCURO.

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KOREAS

*El texto en cursiva pertenece a un extracto de mi libro Hijos del Monzón (Kailas Editorial).