No te has duchado desde hace semanas. Comes lo que puedes. Apenas duermes. Trabajas 18 horas al día, a veces más. Te rodea el olor putrefacto de los que se han marchado y la desesperación de los que siguen aquí. Te gustaría quejarte. ¿A quién, si la gente sobre la que has venido a escribir lo ha perdido todo? Ni tus frustraciones profesionales ni tus incomodidades importan a nadie. Te reprochas haber pensado si quiera en ellas. Pasan los días y los cadáveres dejan de impresionarte. No quieres, pero te has acostumbrado a la muerte.

No es solo el sufrimiento o la pérdida lo que hace que deteste cubrir desastres naturales, sino la ausencia de un porqué. En la revuelta o la guerra al menos queda la aspiración de encontrar una explicación. A llevó a B. Por culpa de C. El terremoto o el tsunami golpean y se lo llevan todo, sin más. En unos segundos. Asia tiene algunos de los países más poblados y castigados por la naturaleza. He cubierto cinco terremotos y dos grandes tsunamis. Espero no tener que ir a ningún otro.

De lo que no me canso es de regresar a los lugares que fueron golpeados. Siempre me sorprende y admira la capacidad de la gente para volver a empezar. En Cachemira, Sichuan, Java, Aceh o Japón, donde se cumplen dos años del tsunami que arrasó la costa de Tohoku y de la crisis nuclear de Fukushima. Revisitarlos es una terapia: ayuda a reemplazar memorias. La vida imponiéndose de nuevo, en lugar de las escenas de desolación con las que te marchaste en su día. Un horizonte de nuevas construcciones, en lugar del océano de escombros y cadáveres por el que caminaste. La entereza de la condición humana, imponiéndose una vez más a su fragilidad.

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La nada. Natori (Japón) después del tsunami. Foto: David Jiménez

La nada. Natori (Japón) después del tsunami. Foto: David Jiménez