Hay algo envidiablemente infantil en los adultos que siguen dividiendo su mundo en buenos y malos. Su partido político es bueno. El de los otros malos. Su equipo de fútbol es el mejor. Al rival le ayudan los árbitros. Pueden despojarlo todo de matices y zanjar una discusión sobre el conflicto palestino, la eutanasia o la (in) existencia de Dios con una frase. Todo debe ser más fácil así.

Y, sin embargo, a mí me ocurre lo contrario: cuanto más viajo, más experiencias acumulo y más mayor me hago, más me cuesta distinguir entre buenos y malos. Si me preguntan qué he aprendido en todos estos años, en la guerra, la revolución o el desastre natural, es que somos bruma. Nunca todo claridad, rara vez completa oscuridad.

Vivir en un mundo en blanco y negro requiere determinación para proteger la verdad propia de cualquier contaminación exterior y alimentarla constantemente, recogiendo por el camino todos los argumentos que puedan reafirmarla y pasando de largo ante aquellos que la contradicen. Ignorar que a menudo nuestra ideología o religión fue escogida por nosotros cuando éramos niños. Que no habría hecho falta más que una pequeña alteración en nuestras circunstancias personales para que hoy defendiéramos lo que tanto detestamos.

Uno está a favor de las convicciones personales, pero produce aprensión verlas rodeadas del fundamentalismo que despoja de cualquier legitimidad a las de los demás. Me admiran quienes tienen ideales, pero prefiero a los que tienen el coraje intelectual para revisarlos cada cierto tiempo. Me gustaba más mi país cuando era un lugar donde se podía hablar de política sin que la gente se tomara a sí misma -o sus opiniones- tan en serio. Cuando no se utilizaba cada frase dicha para definir al otro.

La tecnología prometía suavizar nuestro sectarismo, pero va camino de agravarlo. Tenemos más fuentes de información que nunca, pero vienen con sencillas instrucciones de uso para evitar exponernos a las de los demás. Basta seleccionar en el apartado de favoritos de nuestro ordenador aquellos blogs, periódicos o televisiones que reafirman lo que ya creemos, ignorando el resto. Y así, nos vamos separando del que piensa diferente y perdiendo la capacidad de aceptar su discrepancia. Preferimos levantar una muralla que nos defienda de la despreciable relatividad, esa bruma que todo lo confunde, para diluirnos en la reconfortante masa de los nuestros. Los buenos.  @DavidJimenezTW